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Capítulo 4 —Te tardaste...

Capítulo 4 —Te tardaste...

Narrador:

Mateo bebió un trago largo y dejó la botella apoyada contra su rodilla. La miró de reojo, con esa forma silenciosa de estudiarla que tenía desde niños. Sabía que algo se agitaba en Sofía más allá de la calma que fingía, lo notaba en el modo en que tamborileaba los dedos contra el vidrio de la botella, en el leve temblor de su pierna cruzada.

—Dime la verdad, Sofi —murmuró, con voz tranquila pero firme —¿Qué hay con el italiano?

La pregunta cayó como una piedra en el silencio de la azotea. Sofía giró la cabeza hacia él, y por un instante intentó mantener la expresión neutra, esa máscara que usaba incluso frente a enemigos armados. Pero Mateo no era cualquiera. Mateo era su espejo, y no había máscara que pudiera engañarlo. Sus ojos brillaron al instante, como si la chispa que intentaba contener se le escapara por la mirada. Sintió cómo el pulso se le aceleraba, golpeándole en la garganta, en las muñecas, en cada rincón del cuerpo donde todavía ardía el recuerdo de Renzo Santini.

Sofía desvió la vista hacia la ciudad, tragando saliva, con la botella apretada entre las manos. Fingió una risa suave, aunque la voz se le quebró apenas.

 —El italiano… —repitió, saboreando esas dos palabras como si fueran pólvora en la lengua —Es un problema.

Mateo arqueó una ceja.

 —¿Un problema… o una obsesión?

Ella lo miró entonces, con esa chispa peligrosa en los ojos, mitad desafío, mitad confesión.

  —Tal vez las dos cosas. —Sonrió de medio lado, pero no era burla, era una sonrisa que escondía vértigo.

El viento sopló más fuerte, enredándole el cabello. Sofía apretó los labios, porque hasta pronunciar su nombre la incendiaba por dentro. Y aunque quisiera negarlo, aunque quisiera jurar que todo era parte del plan, su corazón desbocado la estaba delatando frente al único hombre en el mundo que podía leerla como un libro abierto. Sofía bebió otro trago, intentando que el amargor de la cerveza apagara el incendio que sentía en el pecho, pero no sirvió de nada. Sus dedos tamborileaban contra el vidrio y la mirada le brillaba como si acabara de confesar un pecado.

—Sofi... recuerda que es el enemigo y lo peor, que está casado...

—Lo sé, lo sé, pero ese hombre me saca de quicio, Mat. —Soltó de golpe, con rabia y deseo mezclados —Joder… desde que me rescató de aquel sucio galpón donde la Suárez me tenían secuestrada, cuando yo apenas tenía diez años…

—Casi once —la corrigió Mateo, con una sonrisa ladeada.

Sofía lo miró, primero con sorpresa, después con esa complicidad que siempre terminaba en risa. Soltó una carcajada breve, genuina, que el viento arrastró por la azotea. Él terminó riendo también, porque no había manera de no hacerlo cuando ella dejaba caer la coraza por un segundo.

—Casi once… —repitió Sofía, aún riéndose —Qué más da. El punto es que me enloquece. Me hace perder la cabeza, Mat. Y cada vez es peor, mucho peor. —Apretó la botella con tanta fuerza que el vidrio pareció crujir —Hace años que lo sigo, que lo vigilo, sin que nadie sepa, creo que solo quiero tenerlo cerca —suspiró —Que él no me haya reconocido la otra noche, me decepcionó un poco — bebió totro trago —El problema es que no sé si quiero matarlo o arrancarle la ropa.

Mateo la observó en silencio, la cerveza a medio camino hacia sus labios, estudiando cada palabra, cada gesto. No necesitaba que ella le explicara más; la intensidad en su voz decía todo.

—¿Se lo has dicho a papá? —preguntó finalmente, con un tono bajo, cargado de cautela.

Sofía giró hacia él con rapidez, los ojos ardiendo, y negó con fuerza.

  —¿Al Diablo? ¿Estás loco? Claro que no. —Su voz se suavizó un poco y bajó la vista, como si esas palabras le pesaran —No puedo, Mat, no a él, no a nadie. Contigo sí. Solo contigo puedo hablar con franqueza.

Mateo dio un trago corto y ladeó la cabeza, observándola con esa paciencia que solo él tenía para leerla.

—¿Ni siquiera a Sasha se lo contaste? —preguntó, en tono casi confidencial —Ella te entendería, Sofi. Sabe lo que es estar enamorada de lo prohibido.

Sofía rió, un sonido bajo, cargado de ironía.

 —No, Mateo. Sasha estaba enamorada de Eros. Y a Eros, papá lo adora. —Alzó la botella y bebió otro sorbo largo —Y lo mío no es amor, lo mío es otra cosa.

—Obsesión —corrigió él, con voz grave.

Ella lo miró de inmediato, con una chispa desafiante en los ojos.

 —Exacto. Obsesión. Nada más. No me jodas con lo de enamorada, porque no lo estoy. Estoy obsesionada, sí, lo admito. —Sonrió de medio lado, con un brillo oscuro en la mirada 

—Sin embargo recuerdo, señorita obsesionada y nada más —y rió —que lloraste como una condenada cuando se casó.

—Bueno, era una cría, tenía solo 18 años, ahora tengo 23, eso ya pasó —suspiró —y sí, lo que estoy es obsesionada... obsesionada con un hombre que debería estar muerto ahora mismo.

Mateo frunció el ceño, bajando la botella.

 —¿Muerto?

—Claro. —Sofía se inclinó hacia él, como si confesara un secreto que solo podía compartir con su gemelo —Tengo órdenes de matarlo en cuanto consiga lo que busco. Y lo haré. Esa es la vida que elegí.

El silencio que siguió fue tenso, cargado. Mateo la sostuvo con la mirada, y lo que vio le heló la sangre: no había duda en ella, pero sí un torbellino que jamás había visto en Sofía. Un fuego que la quemaba por dentro, mitad deseo, mitad condena. La miró largamente, en silencio. Había orgullo en su expresión, pero también preocupación. Sabía que si su hermana confiaba algo tan grande a alguien, era porque lo sentía en los huesos. Y eso lo inquietaba, porque Sofía Adler no se dejaba sacudir por nadie. Nadie… excepto Renzo Santini. De pronto, sacó del bolsillo trasero de su pantalón, un teléfono descartable y lo agitó frente a Mateo. Él, sentado a su lado, la miró con sospecha.

—¿Y ahora qué planeas?

Sofía sonrió con calma, esa calma que siempre anunciaba tormenta.

  —En la fiesta, cuando nos besamos...

—¿¡Que se besaron!? —Casi escupe la bebida se que había llevado a la boca.

—Sí, pero ahora no es lo importante —y se sontojó como pocas veces lo hacía —le deslicé un teléfono como este en el bolsillo de la chaqueta. —Alzó el aparato y lo sacudió suavemente —Y no, todavía no lo encontró.

Mateo arqueó las cejas.

 —¿Y para qué demonios hiciste eso?

—Para dejarle un mensaje y una manera de comunicarse conmigo, si así lo quiere —Sus labios se curvaron en una media sonrisa

En ese momento, el aparato vibró. La pantalla se iluminó con un nombre que a ambos les cortó la respiración:

El Italiano.

Sofía lo miró con sorpresa, como si el destino hubiera decidido moverse antes de lo previsto. Mateo tragó saliva.

  —No me digas que…

Sofía sostuvo el teléfono con firmeza, sus ojos brillando con fuego. Mateo se incorporó ligeramente, como si pudiera leer el peligro desde la vibración del aparato. Sofía apretó los labios y contestó, llevándose el teléfono al oído.

—Te tardaste...

La voz que llegó del otro lado la atravesó como una cuchilla envuelta en terciopelo.

 —¿“Dispara si te atreves”? ¿Eso fue lo mejor que se te ocurrió?

La voz de Renzo Santini, ronca, irónica, viva en su oído, hizo que Sofía se estremeciera de pies a cabeza. El pulso se le aceleró como si acabara de salir de una pelea, y sin embargo, lo único que quería era escuchar más.

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