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Capítulo 2 —El sello del Diablo

Capítulo 2 —El sello del Diablo

Narrador:

Renzo se quedó quieto, con el arma aún en la mano, la respiración áspera contra el silencio del pasillo. Pasó el pulgar por su labio herido y vio la sangre en la yema de su dedo.

—Mal*dita sea… —gruñó, con una sonrisa torcida que no llegaba a ser diversión. Guardó la pistola en la sobaquera y se pasó una mano por el cabello, intentando aplacar la mezcla de rabia y excitación que lo recorría. —Entraste de la nada, arruinaste mi plan y encima me robaste un beso. ¿Quién carajos eres? —Cerró los ojos un instante, recordando la forma en la que lo miró antes de irse. No era miedo. No era sumisión. —No, no eres cualquiera. —El murmullo apenas escapó de sus labios —Eres alguien que juega en mi liga. —Se apartó de la pared, ajustándose la chaqueta, con una determinación que le endureció el gesto. —Te encontraré, princesa. —Lo dijo en voz baja, como una promesa peligrosa —Y cuando lo haga, esta vez no vas a irte caminando.

Sofía salió por la puerta lateral, todavía con el pulso acelerado y el recuerdo de Renzo ardiéndole en la boca. El aire de la noche era un golpe helado, pero apenas dio dos pasos escuchó el estruendo: gritos, pasos apresurados, disparos que sacudieron el jardín. Con la pistola en la mano y se pegó a una columna de mármol. Respondió con dos tiros, buscando abrirse espacio. Los hombres en la oscuridad retrocedieron apenas, confundidos.

—¡Sofía!

Eros apareció entre las sombras, corriendo hacia ella, disparando también para cubrirla. Las balas cortaron el aire y los sicarios se agazaparon tras los setos, lo suficiente para que hubiera una salida.

—Eros...

—¡Vamos! —gruñó él.

Sofía lo siguió, disparando de nuevo. El plan funcionó: los atacantes no avanzaron, dudaron, y en esa duda los dos escaparon por el costado del jardín. El coche esperaba con el motor encendido. Eros abrió la puerta de un tirón y la empujó dentro. Subió al volante, pisó a fondo y el auto se perdió en la carretera, dejando atrás el ruido, las luces y la confusión. Sofía se dejó caer contra el asiento, respirando con fuerza, con la pistola aún en su mano.  El coche devoraba la carretera oscura. Eros mantenía las manos firmes en el volante, pero la observaba cada tanto por el retrovisor.

—¿Estás herida? —preguntó sin rodeos.

—No.

Él giró un poco la cabeza, mirándola de frente.

  —¿Y esa sangre?

Sofía sonrió, ladeando los labios con un brillo extraño en los ojos.

  —No es mía. Es del Italiano.

Eros frunció el ceño.

 —¿Lo mataste?

La sonrisa de Sofía se ensanchó apenas.

 —No. Aún no.

Eros se la quedó mirando unos segundos más, como intentando descifrar qué diablos había pasado ahí dentro.

 —¿Y como terminó su sangre en tus labios? —volvió la vista de golpe al camino —¡No, en realidad no quiero saberlo!, claro que no —suspiró —¿Te reconoció?

—No, por supuesto que no, no tiene idea de quien soy —respondió ella, con calma, recostándose en el asiento —Tampoco de lo cerca que estuvo de morir.

El coche avanzaba a toda velocidad cuando Sofía se llevó una mano al oído, apenas tocando el pequeño auricular oculto. La voz de su padre irrumpió con esa calma que pesaba más que un grito.

—Leonardo está a doscientos metros. Escuchó los disparos. Pide órdenes. ¿Estás bien?

Sofía sonrió apenas, sin apartar la vista de la ventanilla.

  —Sí, estoy bien.

Hubo un breve silencio en la línea antes de que la voz del Diablo volviera a retumbar.

 —¿Lograste tu propósito?

Sofía apretó la mandíbula, conteniendo el impulso de maldecir.

  —No. Dos sicarios se adelantaron. Venían a matarlo y tuve que intervenir. Terminé… salvándolo.

—¿Salvándolo? —la palabra de su padre sonó cargada de desdén.

—Sí.

Otro silencio, más pesado. Luego, el tono cortante de Roman:

 —No olvides tu objetivo, Sofía.

Ella entrecerró los ojos, su sonrisa torcida reflejada en el cristal oscuro de la ventanilla.

 —No lo olvido. Por eso lo necesitamos vivo. Al menos por ahora.

Los pasos retumbaron en el pasillo. Tres de los hombres de Renzo aparecieron a toda prisa, con las armas desenfundadas y la respiración agitada.

—Signore, ¿está bien? —preguntó uno de ellos.

Renzo giró hacia ellos con los ojos encendidos de furia.

 —¿Qué carajos creen que estaban haciendo?

Los hombres se miraron entre sí, incómodos.

 —Hubo confusión en el salón, señor, la gente…

—¡La gente una mier*da! —Renzo los interrumpió, golpeando la pared con el puño —Una mujer tuvo que salvarme —sonrió —al menos eso es lo que ella cree —otra vez se endureció su rostro —¿entienden? Una mujer. Y ni siquiera sé quién demonios es. —Los hombres bajaron la cabeza, en silencio. Renzo continuó, con la voz cada vez más áspera. —Se supone que teníamos todo controlado. Que los íbamos a atrapar vivos para averiguar quién los mandó. ¿Dónde mie*rda estaban ustedes?

—Nos movimos hacia la entrada, pensamos que intentarían escapar por allí… —balbuceó otro.

Renzo los atravesó con la mirada helada.

 —Pensaron. Ese es el problema. Aquí no se piensa. Aquí se hace lo que yo digo. Y lo que yo dije es que nadie se movía de su posición. —El silencio se volvió asfixiante. Los hombres no se atrevieron a replicar. El Italiano chasqueó la lengua y se pasó una mano por la cara, como conteniendo el impulso de reventarles la cabeza allí mismo. —Quiero que revisen cada cámara, cada rincón. Encuentren a esa mujer. No aparece alguien, me apunta con una pistola y luego se esfuma como un fantasma. —Los hombres asintieron de inmediato, dispersándose con rapidez. Santini se quedó solo otra vez, mascullando entre dientes: —Te juro que voy a encontrarte, Cara mía. Y cuando lo haga… esta vez no vas a escapar.

Renzo apenas había terminado de maldecir cuando un hombre más alto y robusto que los demás apareció por el pasillo. Era su mano derecha, Marco, el único con permiso para hablarle de frente sin temblar.

—Renzo.

Él levantó la vista, aún con el gesto endurecido.

 —Dime que al menos tienes algo mejor que las excusas de estos idiotas.

Marco asintió con seriedad.

 —Hubo disparos en el jardín. Los tipos escaparon, pero dejaron rastro. —Extendió la mano con dos casquillos brillando bajo la luz tenue —Y esto… es lo que encontramos. —Renzo los tomó entre sus dedos. Al girarlos, el brillo metálico reveló la marca grabada en la base. Una cara demoníaca, retorcida, cruel. Marco lo miró fijo. —Es una firma inconfundible.

Renzo apretó los dientes, sintiendo la sangre hervirle en las venas.

 —Adler. —Los casquillos tintinearon en su mano. Sus ojos ardían con una mezcla de rabia y certeza. —El Diablo acaba de meterse en mi fiesta. —Marco aguardó en silencio, sabiendo que lo peor no era el sello… sino la mujer que había aparecido como un fantasma, apuntado a Renzo, pero no lo había herido y eso era más preocupante, y había desaparecido igual. Santini murmuró para sí, con una media sonrisa cargada de veneno: —Así que jugamos, viejo bast*ardo. Está bien. Veamos quién sangra primero.

Eros pulsó el botón del intercomunicador integrado en el tablero.

 —Diablo, tengo algo que me inquieta.

La voz grave de Roman Adler no tardó en responder.

 —¿Qué es?

Eros echó un vistazo rápido al asiento trasero, donde Sofía lo observaba en silencio, y luego continuó.

 —En la corrida recuperé un casquillo de las balas que dispararon los sicarios. Como tú me enseñaste, lo revisé en el momento.

Un silencio breve, cargado de expectativa.

 —¿Y qué es lo que te inquieta? —preguntó el Diablo.

Eros giró el casquillo entre sus dedos, como si aún pudiera sentir el peso de la revelación.

 —Son nuestras.

La voz de Roman se endureció.

 —¿Nuestras?

—Bueno, al menos tienen nuestro sello —aclaró Eros —Una cara de demonio grabada en la base.

El silencio del Diablo esta vez fue más largo. Luego, un murmullo bajo, apenas contenido.

 —Alguien más quiere al Italiano muerto… y trata de culparnos.

El coche siguió devorando la carretera, con la tensión flotando en el aire como otra bala cargada. Sofía dejó escapar una risa seca desde el asiento trasero, tan baja que parecía un susurro envenenado.

—Ingenioso… —murmuró, cruzando las piernas con calma —Alguien quiere que el Italiano crea que fuimos nosotros.

Eros la miró por el retrovisor, con el ceño fruncido.

 —No me gusta. —Su tono era cortante —Si Renzo se convence de que lo quisimos muerto, no tardará en mover ficha.

La voz del Diablo atravesó el intercomunicador como un látigo.

 —Y eso nos obliga a adelantarnos. Sofía, ¿entiendes lo que significa?

Ella sostuvo la mirada de Eros a través del espejo y luego respondió con una serenidad helada.

 —Claro que lo entiendo, papá. —Su sonrisa era apenas una línea torcida —Si alguien quiere culparnos, es porque viene a por todo, y Santini es solo el comeinzo... Pero lo descubriré y lo neutralizaré.

Hubo un silencio al otro lado de la línea. El Diablo habló despacio, con un filo en cada palabra.

 —Más te vale. Porque si Renzo cree que intentamos matarlo… toda tu misión se viene abajo.

Sofía reclinó la cabeza contra el asiento, aún sonriendo.

 —Déjamelo a mí. Si algo sé hacer es convencer a un hombre de que no puede vivir sin mí.

Eros resopló, casi con fastidio.

 —O de que muera por ti.

Ella giró apenas la boca en un gesto divertido.

 —Lo uno no quita lo otro.

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