Capítulo 1—No le debo nada y le debo todo
Narrador:
Roman Adler, el Diablo, el mafiosos más temido de la región, estaba en su despacho. Frente a él, sus manos derechas; Dominic Russo y Eros Escalante exponían lo que sabían hasta el momento.
—Renzo Santini heredó el imperio de su padre Paolo —dijo Dominic, con voz seca —Y de alguna forma logra meter droga ya procesada al país sin que nadie lo detecte.
Eros lo secundó con un gesto de la cabeza.
—Eso va en contra de nuestros intereses. Si no descubrimos cómo lo hace, puede abrirse camino demasiado rápido.Roman se mantuvo en silencio, observando con la calma que solo precedía a la tormenta.
—Necesito saber cómo opera —dijo finalmente —Pero para eso hay que acercarse lo suficiente, y meterse detrás de sus líneas no es tarea fácil.Desde un sillón apartado, donde había permanecido callada, Sofía Adler levantó la voz.
—Yo lo haré. —Los tres hombres giraron hacia ella. Sus ojos, serenos y letales, no se apartaron de los de su padre. —Me acercaré tanto a él que conseguiré la información que necesitas...Días más tarde; con contactos y dinero en el lugar correcto consiguió una invitación exclusiva a la fiesta de cumpleaños de Renzo Santini. Aquella noche Eros, vestido de chofer, condujo el automóvil neg*ro hasta las puertas de la mansión donde se celebraba el evento. Antes de que ella descensdiera del coche, Eros le preguntó en voz baja.
—¿Estás segura de que puedes hacerlo?Ella lo miró de reojo.
—Sí.Eros apretó la mandíbula.
—Recuerda quién es. Fue él quien te rescató cuando Azucena Suárez te secuestró. Y si esto se sale de control, tendrás que matarlo.Sofía sonrió, apenas, pero no hubo dulzura en sus labios.
—No le debo nada. Lo hizo porque le convenía quedar bien con el Diablo en ese momento. No quería una guerra. Poco le importaba yo. Así que, de la misma forma, a mí poco me importa él.Con esas palabras, Sofía abrió la puerta y descendió del auto. El vestido neg*ro que llevaba parecía hecho para ella: ceñido en la cintura, con un escote profundo que dejaba insinuar lo justo y una abertura lateral que mostraba la curva de su pierna cada vez que avanzaba. Sexy, magnético, pero sin caer en lo vulgar. Una trampa mortal envuelta en seda. Cuando el aire nocturno acarició su piel, ajustó la caída del vestido con naturalidad y, en un gesto casi imperceptible, comprobó que la pistola estuviera bien asegurada en la funda oculta en su muslo. Siempre lista, siempre letal. Se acomodó el cabello, respiró hondo y caminó hacia las luces y la música de la mansión Santini, con la seguridad de quien entra al infierno sabiendo que podría ser tanto verdugo como víctima. Las puertas de la mansión se abrieron y Sofía entró como si el lugar le perteneciera. El salón estaba bañado en luces doradas, con música que vibraba en el aire y risas que se confundían con el tintinear de copas. La élite criminal y social desfilaba entre trajes impecables y vestidos de lujo, pero cuando ella cruzó el umbral, más de una mirada se clavó en su figura. El vestido cumplía su cometido: era imposible no verla. Avanzó con calma, consciente de cada paso, de cada gesto. A primera vista era una invitada más, elegante, misteriosa. Y entonces lo vio... Renzo Santini. Él estaba de pie junto a un grupo de hombres, un vaso en la mano y esa sonrisa arrogante que parecía grabada en su rostro. El heredero del imperio Santini, el Italiano. Cuando sus ojos se encontraron, el tiempo pareció fracturarse en mil pedazos. Sofía contuvo el aliento y apretó la mandíbula.
—Contrólate, Sofía… no viniste por él, ni por lo que sientes —susurró apenas, sin mover los labios. Su mirada lo atravesó como si nada, aunque por dentro la quemaba. —Esto es una misión. Solo eso. Haz tu papel, no muestres grietas.Renzo, al otro lado del salón, ladeó la sonrisa y alzó su vaso, como si brindara para sí mismo.
—¿Quién eres, hermosa? —murmuró entre dientes, sin apartar los ojos de ella —No caminas como las demás. Tienes filo… y me muero por cortarme con él. —Bebió un sorbo, aún observándola. —No importa quién seas, vas a terminar acercándote. Y si no lo haces, yo mismo te voy a encontrar.Sofía bajó la vista un segundo, lo justo para recuperar el aire, y volvió a alzarla con frialdad.
—Misión primero. El Diablo primero. Lo demás… que arda.La fiesta avanzaba entre risas, copas que se alzaban y música envolvente. Sofía se movía con precisión; lo suficientemente lejos de Renzo para que no pudiera acercarse, pero lo bastante cerca para que sus miradas se cruzaran una y otra vez. Él no le quitaba los ojos de encima, cada gesto suyo lo mantenía atrapado, como si todo el salón se hubiera reducido únicamente a ella. De pronto, algo cambió. Sofía reconoció dos rostros entre la multitud. No pertenecían ni a las filas del Italiano ni a las del Diablo. Eran,sicarios, y no estaban allí para beber champán. Su respiración se aceleró, siguiendo la línea de sus movimientos. Las manos de los hombres estaban demasiado cerca de sus chaquetas, demasiado atentos a la posición de Renzo. En cuanto dieron el primer paso hacia él, Sofía se adelantó. Caminó directo, segura, atravesando el salón hasta quedar a un par de metros de Renzo. Cuando los sicarios se tensaron, ella ya tenía la pistola en la mano. Un disparo seco estalló en el aire y las luces se apagaron de golpe, dejando la sala sumida en un caos de gritos y sombras. En medio de la confusión, nadie notó que había sido ella. Sofía estiró la mano y lo tomó con firmeza.
—Ven conmigo —ordenó entre dientes.Renzo, sorprendido por un instante, la siguió. Pero no lo hizo porque necesitara ser salvado. Al contrario: su mirada destellaba furia. Ella acababa de arruinarle el plan. Porque Santini sabía perfectamente que esos hombres venían por él… y había planeado capturarlos vivos.
El bullicio quedó atrás. El caos, los gritos y el estruendo de la música rota se apagaron cuando Sofía y Renzo se encontraron aislados en un pasillo lateral, donde la penumbra parecía tragarse el aire. Él se soltó de su mano con violencia, girando con la rapidez de un depredador acorralado. El clic metálico fue lo primero: fría, negra, el arma apuntándole directo al rostro.
—¿Y tú quién eres? —la voz de Renzo salió áspera, segura, cargada de amenaza.
Sofía no se inmutó. Alzó lentamente una mano con una sonrisa torcida, como si lo hubiera estado esperando. Dejó que su pierna se deslizara hacia atrás y en un movimiento apenas perceptible, su pistola cayó en la otra mano, lista, alineada con su corazón. Ahora estaban así: los dos apuntándose a matar.
—Eso depende —replicó ella, su tono suave, como una caricia venenosa —¿Prefieres a la que acaba de salvarte o a la que te matará si no dejas de apuntarle?
Renzo entrecerró los ojos. El gesto frío de un asesino profesional, aunque en su mirada brilló algo más: deseo crudo, tan inmediato que le tensó el cuerpo.
—Estás en el lugar equivocado, princesa.
—¿Y tú crees? —ironizó ella, sin bajar el arma ni un centímetro.
La mandíbula de él se endureció bajo la luz tenue. Guapo, sí, pero de esos guapos que matan, literalmente.
—No deberías estar aquí.
—Ya. Y sin embargo, aquí estoy. Dispara si te atreves ¿o solo sabes apuntar?
Renzo soltó una risa baja, oscura, antes de bajar el arma lentamente.
—¿Sabes que podrías estar muerta?—Y tú podrías estar... —pero no terminó la frase.
El silencio fue un chispazo. Luego, sin aviso, las bocas se encontraron. El beso explotó como un choque de trenes. Ella se lanzó primero, con la pistola rozándole el cuello mientras sus labios se fundían en un juego feroz. Él respondió con una mano en su cintura, apretándola contra la pared, la otra todavía aferrada al arma. La lengua de Renzo invadió su boca con un sabor a whisky y peligro, arrancándole un jadeo ahogado. Sofía le mordió el labio, arrancándole un gruñido gutural y una gota de sangre. Él le devolvió el mordisco, rozándole la mandíbula con los dientes, hasta que ambos quedaron devorándose sin espacio, sin control.
Las pistolas colgaban olvidadas de sus manos mientras los cuerpos se enredaban. Sofía alzó una pierna, clavándola en el muslo de Renzo, sintiendo su dureza creciente, mientras él deslizaba su mano bajo el vestido con una lentitud que quemaba. Pero ella sabía cuándo parar. Y lo hizo. Se apartó de golpe, el aire helado entre ambos. Se acomodó el vestido, todavía con los labios enrojecidos.
—Qué lástima —murmuró, con una media sonrisa —Me estaba empezando a gustar tu lengua.
Renzo la miró, respirando hondo, la furia mezclada con deseo.
—¿Quién demonios eres?Sofía sonrió de lado, peligrosa.
—La que va a joderte la vida.Giró sobre sus tacones y se fue, dejando tras de sí el eco de sus pasos y el perfume de su piel. Renzo no se movió. Se quedó allí, con el arma aún en la mano, sabiendo que si volvía a verla… no iba a poder contenerse.