La muchacha llegó un rato más tarde de lo acordado. Adrián, algo inquieto, se preguntaba si ella habría cambiado de opinión, pero no quiso llamarla. Había comenzado a llover nuevamente, y pensó que tal vez eso la había demorado.
Cuando la vio, sonrió. Estaba empapada, con la ropa mojada y el cabello chorreando agua. La recepcionista, conmovida, le alcanzó una toalla.
Elizabeth se acercó a Adrián con dos zancadas, se quitó el impermeable y lo colgó sobre la silla.
— Lizzy, ¿sabés que existen los paraguas? —dijo él, divertido—. Sirven para evitar que termines como ahora, empapada y con riesgo a pescarte un gran resfrío.
Ella se encogió de hombros.
— Me gusta caminar bajo la lluvia. Desde que tengo uso de razón, lo hago. Mi mamá siempre me regañaba por eso... decía que le recordaba a un amigo que también se negaba a usarlos —sonrió con melancolía—. Siempre me perseguía por todos lados.
Adrián notó que sus ojos se humedecían.
—¿La extrañás mucho?
Elizabeth lo miró, y ya no estaba claro si