Aquel día fue verdaderamente triste para Elizabeth. Las veces anteriores que Federico se había marchado, lo había hecho enojado, tras una pelea. Pero esta vez había sido distinto: se despidió con una calma extraña, casi comprensiva, como si ya lo hubiera decidido todo.
Cuando ella le rogó que no se fuera, Federico la apartó suavemente y habló con firmeza:
—Elizabeth, también tengo una vida y necesito ponerla en orden. He descuidado demasiado mis negocios.
—Está bien… Pero si alguna vez no me respondes, voy a llamar a Víctor para saber de ti —dijo ella, sabiendo que, cuando Federico se concentraba en su trabajo, solía aislarse de todo.
Él sonrió, como si supiera que esas palabras venían desde el amor.
—Víctor se va a quedar aquí. Necesito a alguien de confianza que sepa qué hacer ante cualquier cosa que surja mientras yo no esté.
Un nudo le apretaba el pecho a Elizabeth. Le costaba incluso respirar.
—¿Eso significa que te vas por mucho tiempo? —preguntó, intentando contener las lágrimas