El camino a la mansión fue casi una tortura para ambos. Federico no podía contener más sus celos ni la sensación de estar perdiendo el control sobre ella. Elizabeth, angustiada, no sabía cómo calmarlo sin terminar, otra vez, en una discusión.
—¿Vamos a ir a cenar? —preguntó al fin, intentando romper el hielo.
Él no respondió ni la miró.
—No lo creo —dijo, seco—. Tengo cosas que hacer.
Aceleró como si necesitara escapar de sí mismo. Al llegar a la casa, estacionó, bajó sin decir una palabra y se encerró en su despacho. Elizabeth comprendió que la charla con el profesor había desatado una tormenta interna en Federico. Decidió no seguirlo. Subió a su habitación y se encerró en silencio.
En su despacho, Federico contenía una furia apenas disimulada. Caminaba de un lado a otro, desbordado.
—¡Estoy harto de esta mujer! Cuando no es Pablo Mendoza, es otro el que la acecha. ¡Ahora este tipo, que encima la dobla en edad! —golpeó el escritorio con el puño.
Se sentía frustrado, derrotado. Desde q