Federico empezó a respirar rápido, su pecho subía y bajaba, haciendo parecer que su espalda era más grande de lo que era. Sus ojos se oscurecieron, y ese azul calmo se transformó en una tormenta a punto de desatarse.
"Es por él, estoy seguro", pensó furioso. Soportaría cualquier cosa de ella, menos que pensara en otro hombre. Y menos, Pablo Mendoza.
—¿Qué te sucede? ¿Qué es todo esto, Elizabeth? —preguntó con la voz alterada.
Ella seguía hecha un ovillo contra la pared, sin poder responder. Se ahogaba en llanto.
—Nada... es sólo que...
Él comenzó a sentir que la impaciencia lo invadía.
—¿Sólo que quieres volver a tu casa? ¿No quieres estar junto a mí? —espetó.
"Que sea lo que Dios quiera", pensó ella, asintiendo suavemente con la cabeza. Si quiere matarme, por mí, está bien.
Él no se contuvo. La levantó de un tirón y le arrebató las flores, tirándolas a la basura sin miramientos.
—Eso no va a suceder —dijo apretándole la muñeca, sin medir su fuerza.
—Fede, si esto se va a terminar, ¿