Lucía salió airosa de la oficina de Federico, saludando amablemente a Víctor y a la recepcionista, sin notar que unos ojos negros la seguían mientras fingían ojear una revista. Cuando la joven desapareció en el ascensor, el hombre dejó la revista sobre la mesa y se puso de pie.
—Señor Miralles, puede pasar.
Santiago Miralles entró sin siquiera tocar la puerta. Alto, atlético, de cabello oscuro y ojos negros como la noche misma, su piel bronceada resaltaba aún más sus rasgos marcados. Su expresión era la de siempre: un descarado encantador.
—Vaya, vaya, vaya… —dijo con sorna—. ¿El señor casado ya volvió a las andanzas?
El tono burlón de Santiago contrastaba con la seriedad de Federico. Sin darle oportunidad de responder, lo atrapó en un abrazo efusivo.
—Ven aquí, amigo.
Federico suspiró, frotándose la frente con exasperación.
—¿No estabas filmando en el desierto?
Santiago sonrió de oreja a oreja.
—Y tú, ¿no estabas casado? ¿Quién era esa hermosa rubia? ¿Una nueva conquista?
Federico lo