Aunque Elizabeth seguía enojada y aún no le perdonaba lo que había hecho, algo en su interior le decía que él decía la verdad.
Aun así, no le importaba. Si cedía un milímetro, él volvería a actuar igual, y ya no estaba dispuesta a permitirlo.
Una de las primeras cosas que hizo fue escribirle a Adrián. No sabía cómo, pero en poco tiempo él había logrado ganarse su confianza y cierto cariño. Sentía que, por primera vez, había alguien fuera de su entorno que la escuchaba sin juzgarla, que solo opinaba si ella se lo pedía, y nada más.
— Adrián, estoy en el sanatorio central. ¿Podrías venir a verme?
Parecía que el hombre estaba pendiente del mensaje, porque respondió casi de inmediato:
— Claro. ¿Cuándo quieres que vaya?
Elizabeth miró hacia donde estaba su esposo, quien la observaba en silencio.
— Ahora mismo... ¿sería mucho pedir? —escribió con el ceño ligeramente fruncido.
La respuesta fue instantánea:
— En media hora, estoy allí.
Instintivamente, Elizabeth sonrió.
Federico no podía deja