A los pocos días, la condición física de Elizabeth había mejorado notablemente. Federico seguía cuidándola con la misma dedicación del primer día; siempre estaba atento a cada detalle.
Sin embargo, entre ellos, todo seguía igual. Se hablaban con cortesía, se trataban bien, pero como pareja, la relación había quedado suspendida. Desde aquella noche, no volvieron a compartir ningún tipo de intimidad.
Elizabeth, para protegerse del encanto de su marido, evitaba cualquier contacto físico. No era que no lo deseara, pero su orgullo le impedía ceder. No había forma de que cambiara de opinión sobre lo que Federico había hecho.
Él, por su parte, adoptó la postura más cómoda: no oponerse, simplemente seguirle el juego. Sabía que era cuestión de tiempo; tarde o temprano, Elizabeth cedería.
Una de las tantas noches en el hospital, Federico sucumbió al cansancio acumulado y se quedó profundamente dormido. No se dio cuenta de que su esposa lo había arropado y le había dado un beso en la mejilla.
—Si