Lisa
—¿Por qué hiciste eso? —pregunto, incapaz de ocultar la sorpresa al escucharlo despedir a su empleada.
—Porque te hizo llorar, y mientras yo esté en este mundo, nadie más lo hará.
—Ella solo cumplía con su trabajo —digo, aún incrédula—. La culpa es del señor Beaumont, que me despidió sin dejarme explicar por qué llegué tarde.
Siento cómo se tensa debajo de mí. Lo miro, y él baja la vista, incómodo.
—¿Qué pasa? —insisto.
Él duda, como si buscara la manera menos dolorosa de decir algo.
—Lisa… —empieza, y su tono ya me pone nerviosa.
Entonces me doy cuenta del entorno: las paredes de cristal, el escritorio enorme detrás de nosotros, las luces blancas, el olor a café caro. La cabeza me da vueltas.
—Un momento —digo, intentando unir las piezas—. ¿Trabajas aquí?
Cristian traga saliva antes de responder:
—Sí. Y, para mi desgracia, soy el imbécil que ordenó tu despido. Pero te juro que no sabía que eras tú, mi luna.
Sus palabras me caen como un balde de agua fría.
—¿Qué? ¿Tú? —retrocedo