La noche había caído sobre la villa como un manto espeso. Las cigarras cantaban en la distancia, el viento agitaba las copas de los cipreses, y yo dormía entrelazada en el pecho de Alessandro. Parecía un momento perfecto, uno de esos que podían durar para siempre. Pero en la penumbra, su cuerpo comenzó a tensarse.
—No… —susurró, agitándose.
Me desperté al sentirlo estremecerse. Su respiración era entrecortada, sus manos se cerraban en puños.
—Alessandro —susurré, sacudiéndolo suavemente—. Despierta, amore. Estoy aquí.
Se incorporó de golpe, sudor perlándole la frente. Su mirada estaba perdida, como si no reconociera la habitación.
—Rose… —murmuró, con la voz rota.
Lo tomé de las manos, acariciando sus nudillos.
—Tuviste una pesadilla. Ya pasó.
Él bajó la cabeza, intentando recuperar el control. Pero había algo distinto: una grieta en la armadura que siempre lo protegía. Y por primera vez, no la ocultó.
—No fue un sueño… —dijo con un hilo de voz—. Fue un recuerdo.
Me quedé en silencio,