Roma nos había envuelto como un hechizo, pero los días de ensueño no podían prolongarse para siempre. Lo entendí la mañana en que Alessandro recibió aquella llamada. Estábamos aún en la suite, el sol filtrándose por las cortinas de lino, cuando el teléfono vibró sobre la mesita de noche. Su gesto cambió de inmediato: de la ternura somnolienta pasó a la dureza de un hombre que debía cargar con un peso invisible.
—Scusami, amore —susurró, acariciándome la mejilla—. Tengo que atender esto.
Lo observé mientras se apartaba, desnudo de cintura para arriba, con el cuerpo aún marcado por las sombras de la noche que habíamos compartido. No hizo falta decirlo: yo llevaba su calor en la piel, como una marca invisible.
Su voz cambió al hablar. Se volvió más grave, más firme, en un italiano rápido que apenas comprendí. Escuché nombres, cifras, direcciones. Y luego un silencio cargado, antes de que cortara la llamada.
—¿Pasa algo? —pregunté con suavidad, aún recostada entre las sábanas.
Él me miró