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Capítulo 10. Escape a la isla.

El sonido que escapó de su boca la abrumó con una vergüenza lacerante. Ella no era una de esas mujeres curtidas en la calle y desprovistas de pudor.

Su cuerpo, hasta hacía unas horas, era un territorio inexplorado, virgen de cualquier contacto íntimo.

Un sollozo le recorrió la garganta, seguido de otro gemido involuntario, cada uno una punzada de humillación ante la vulnerabilidad que la invadió. La pureza que tanto había custodiado le era arrebatada de la manera más cruel e impersonal.

—¡No soy una mujerzuela!

La voz de Catalina se quebró entre el grito y el susurro, la desesperada afirmación de una identidad que sentía desvanecerse.

Francesco se detuvo un instante, su cuerpo reaccionando involuntariamente al sonido angustioso que había escapado de sus labios.

—Lo sé —respondió Francesco con urgencia contenida. —Sé que no estabas allí por elección, pero no puedo dejarte ahí. Necesitamos irnos ahora, o ambos correremos grave peligro.

Su mirada buscó la de ella, tratando de transmitir la inmediatez de la amenaza. Las palabras de Francesco llegaban a Catalina como un murmullo lejano, eclipsadas por la confusión y el temblor que la sacudían. La chica está poseída por una droga.

Su mente luchaba por procesar la urgencia en su voz, pero su cuerpo reaccionaba de manera más visceral.

Cada roce de su rostro contra la firmeza de su pecho encendía una extraña calidez, un fuego confuso que se propagaba a pesar del miedo y la repulsión que aún sentía.

La proximidad de ese hombre, su aparente fuerza, generaba una sensación contradictoria, un desconcierto físico que le nublaba el entendimiento.

El contacto helado de su piel con la suya la puso a mil. Un escalofrío mortal la recorrió, intensificando su sensación de vulnerabilidad. Cerró los ojos con fuerza, como si una plegaria silenciosa brotara desde lo más profundo de su ser.

Rogaba por un respiro, por un instante de paz, por la certeza de que la pesadilla había terminado. Y en la oscuridad de sus párpados apretados, un deseo sombrío se coló en su súplica: si el horror persistía, si el sufrimiento no cesaba, anhelaba no volver a despertar jamás.

—Señor... —inquirió Vito cuando Francesco se deslizó en el asiento trasero con Catalina.

—Llévame al helipuerto —ordenó Francesco, con la mirada fija en la figura inmóvil que tenía a su lado.

—Sí, señor —respondió Vito, y encendió el motor sin dudar.

Francesco reclinó la cabeza; el cuero suave del asiento era un contraste irónico con la tensión que aún lo atenazaba.

Cerró los ojos y visualizó el rostro pálido de la joven que estaba a su lado. Su prioridad ahora era clara: arrancarla de ese submundo de depravación y encontrar un refugio donde las sombras de Praga no pudieran alcanzarla. Un lugar seguro, lejos de la vileza que la había marcado. Ese era su nuevo objetivo.

La imagen de la isla Tiberina surgió en su mente como un faro en la oscuridad. Su isla privada, un refugio de paz en medio del caos del mundo.

Un lugar donde las intrusiones eran impensables, una fortaleza infranqueable incluso para su propia familia.

Ese pedazo de tierra había sido su santuario, el refugio silencioso donde había lidiado con el peso de una pérdida: la pérdida de una mujer que, irónicamente, nunca le había pertenecido.

Ahora, ese mismo aislamiento podría convertirse en el escudo protector que Catalina tanto necesitaba.

El recuerdo de Sofía había sido desterrado abruptamente, como una intrusión prohibida. No podía permitirse divagar en ese territorio prohibido.

Sofía... el solo nombre era un eco de dolor y culpa. Ahora era la mujer de su mejor amigo, un amor inalcanzable para él. Recordarla o desearla era una traición a la amistad, una herida abierta que debía permanecer sellada.

No podía permitirse remover el pasado. Su atención debía centrarse en el presente, en la frágil vida que ahora dependía de él.

Las hélices del helicóptero batieron el aire por última vez antes de callarse, dejando tras de sí el suave sonido de las olas rompiendo en la orilla. Horas después de dejar atrás la ciudad, llegaron a la isla.

Francesco observó cómo la aeronave se elevaba de nuevo hacia el horizonte romano, llevándose consigo a su equipo.

Su despedida había sido firme: silencio absoluto sobre lo ocurrido. En esa isla apartada, él y la joven quedarían aislados del mundo exterior.

Francesco bajó la mirada hacia el rostro pálido e inconsciente que descansaba en sus brazos. Un suspiro le salió.

No conocía su historia, sus miedos ni sus anhelos. Solo sabía que aquella frágil criatura le había devuelto la vida en el callejón oscuro. Tenía una deuda profunda e innegable con ella. Si no hubiera sido por ella, las sombras lo habrían reclamado hace tiempo. Por eso, ahora la protegería con la misma tenacidad con la que ella lo había salvado sin saberlo.

Con una lentitud inusual, Francesco cruzó los jardines hasta la casa principal y se dirigió a una de las habitaciones de invitados. Ese espacio, su refugio personal, nunca había albergado a una mujer.

Catalina era la excepción, la primera y, en su mente, la única. Cuando su cuerpo sanara, la devolvería a Roma. Su isla era su santuario, no un asilo para los fantasmas del pasado.

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