Capítulo 12. Deseo involuntario.Francesco se detuvo en seco al cruzar el umbral de la recámara, la imagen de Catalina completamente desnuda en el centro de la habitación lo petrificó.La sábana que llevaba consigo se deslizó de sus manos sin que él pudiera evitarlo, cayendo al suelo con un golpe sordo que apenas registró.Su mirada, involuntariamente atraída, se posó sobre la curva suave de sus pechos y los pezones erectos que parecían apuntar directamente hacia él, una visión de una vulnerabilidad y una sensualidad desinhibida que lo dejó sin aliento.Al percatarse de la presencia de otra persona en la habitación, Catalina retrocedió instintivamente, con el cuerpo tensó y la mirada llena de temor.Su voz, quebrada por la angustia, apenas fue un susurro desesperado:—Por favor, por favor, no vayas a abusar de mí. No soy una cualquiera —repitió con una premura que dejó petrificado a Francesco.El ruego desesperado de Catalina le retorció el corazón a Francesco. Apartó la mirada de inme
El fulgor la abofeteó al descorrerse sus párpados, un bautismo de luz tras la prolongada noche de su encierro. Cada pestaña se sintió pesada, reacia a abandonar la familiar oscuridad, pero la insistente claridad, como un torrente dorado, las obligó a ceder.El mundo se presentó borroso al principio, un lienzo de manchas brillantes que poco a poco se definieron en contornos y formas.«¿Luz?», se preguntó, sintiendo aún en la piel la opresión sufrida.La memoria de aquel cubículo sin ventanas, donde la negrura era un manto constante, contrastaba brutalmente con esta invasión luminosa, sembrando una semilla de asombro y una pizca de esperanza en el yermo de su alma.La luz, antes un anhelo distante, ahora la envolvía, un abrazo cálido que comenzaba a derretir el frío entumecimiento de su cautiverio.El grito resonante del subastador, «¡Seis Millones! ¿¡Quién da más!?», irrumpió en su conciencia como un azote, un eco brutal de una pesadilla tangible.Un temblor incontrolable la sacudió, l
—Eres un extraño para mí, y no tengo ningún deseo de conocerte. Mi único anhelo es encontrar seguridad, alejarme de todos aquellos que buscan lastimarme —dijo entre lágrimas.Francesco sintió en carne propia la angustia de la joven. Recordaba vívidamente su propio desconcierto y terror durante las horas de secuestro en las oscuras bodegas, los golpes brutales que lo habían llevado al límite.Si él, siendo hombre, se había sentido tan vulnerable y desorientado, no podía imaginar la magnitud del miedo y la confusión que embargaban a Catalina en esa situación.—Te doy mi palabra de que no te lastimaré. Aguarda un momento, voy a buscar algunas prendas para que puedas vestirte —afirmó él.Catalina observó cómo él se marchaba del cuarto, percatándose de la omisión del seguro en la puerta.Una punción de esperanza la invadió: quizás esta era su única vía de escape. Dio un par de pasos vacilantes hacia la salida, pero se detuvo abruptamente. La incertidumbre la asaltó. ¿Cuál sería su destino?
Sin calzado alguno, Catalina transitó pausadamente desde el sanitario hasta el dormitorio, experimentando asombro al no divisar al caballero aguardándola; tomó asiento en el borde del lecho, esforzándose por traer a la memoria los sucesos de la velada precedente, más su entendimiento se encontraba totalmente vacío.Era incapaz de evocar algo más que las expresiones del sujeto mientras vociferaba «¡Comprada!»Un torrente salado resbaló por su rostro, la inmovilidad la atenazaba en aquel ignoto paraje. Se hallaba prisionera junto a un individuo que había desembolsado la asombrosa suma de ¡seis millones!¿Qué mente cuerda perpetraría semejante acto? ¿Quién poseería la riqueza desmedida para sufragar tal cantidad por una fémina? En la incertidumbre más absoluta, desconocía la identidad de aquel hombre y las acciones de las que sería capaz.La angustia la embargaba ante la magnitud de su desventura y el sombrío futuro que se cernía sobre ella en manos de un desconocido con recursos tan ine
Una oleada de incertidumbre embargó a Catalina ante el reconocimiento. ¿Debía sentirse aliviada de que aquel hombre fuera su benefactor de hacía dos semanas, o aterrarse ante las posibles implicaciones? ¿Sospecharía él que ella estaba involucrada con sus captores? ¿Tendría el poder de enviarla tras las rejas? Un torbellino de dudas e inquietudes la asaltó.—Catalina… —pronunció él con suavidad.—¿De qué manera diste conmigo? —cuestionó ella, su incredulidad hacia las coincidencias era palpable.En su mente, cada suceso en su existencia obedecía a una lógica de causa y consecuencia. La idea de un encuentro fortuito con aquel hombre era, para ella, inconcebible.Su presente era la consecuencia inevitable de las decisiones ajenas, un destino forjado por las acciones de todos los demás, excluyéndola por completo de la ecuación. Ella era simplemente una pieza movida por fuerzas externas.—Tras reponerme, deseé averiguar la identidad de la dama que me había librado de la muerte y encargué a
El hambre atenazaba a Catalina, por lo que no pudo rehusarse a ir al comedor. A pesar de la momentánea calma entre ellos, la idea de saldar su deuda persistía en su mente, como una forma de asegurarse de que él nunca pudiera reclamarla como posesión suya.Catalina comió con avidez, engullendo todo lo que Francesco dispuso ante ella. Estaba famélica, una necesidad que no había reconocido hasta que el aroma de la comida caliente asaltó su olfato, haciéndole la boca agua.Olvidándose de las normas de cortesía, devoró cuanto pudo, todo bajo la observadora mirada del hombre que solo tenía una taza de café frente a sí.Francesco la observó y, por primera vez, saboreó la compañía de una mujer sin artificios. Esa era Catalina: una mujer genuina que no tenía reparo en mostrarse tal cual era.Sin embargo, también emanaba un aire aristocrático, y su belleza... él no recordaba haber contemplado una mujer tan impecable en todos los aspectos.Se esforzó por reprimir el gemido que amenazaba con esca
Francesco irrumpió en su oficina con la furia de un huracán. Las palabras de Vito resonaban en su mente: problemas con el tráfico de perlas, una operación que siempre habían ejecutado con maestría, ahora inexplicablemente demorada justo cuando todo estaba acordado. La facilidad con la que su mafia solía llevar a cabo estas transacciones se había esfumado, dejando tras de sí un rastro de interrogantes y una creciente sensación de que algo no marchaba bien.—¡Por el infierno! ¡Dime qué pasó con las perlas! —exigió Francesco, dejando caer su cuerpo en la silla detrás del escritorio. Abrió su portátil y tecleó velozmente para entrar en su sistema.—Para serle sincero, jefe, no sé qué contestarle —respondió Vito. —Las trajimos desde Moscú y la gente de la mafia rusa no supo qué decirnos. Comentaron que las perlas salieron a su nombre rumbo a Roma, pero que otro mafioso las compró ofreciendo más dinero.—¿Quieres decir que Dante Romanov no cumple sus tratos? —La cólera de Francesco era palp
Catalina contempló fijamente el mar, dejando que su mente divagara por los días transcurridos en la isla. Francesco había tenido la consideración de enviarle una cesta con provisiones y también había dispuesto que le llevaran ropa de su talla.Algunas prendas le ajustaban a la perfección, mientras que otras no tanto, pero aun así, agradeció profundamente el detalle.—¿De verdad puedo depositar mi confianza en él? —se preguntó en voz baja, dirigiéndose a la brisa marina.A pesar de la calma que la envolvía en aquel entorno aislado, una sensación de inquietud persistía en Catalina. Sentía la necesidad de retribuir de algún modo la generosidad que Francesco Vannucci le demostraba.No deseaba que él malinterpretara sus intenciones, ni mucho menos que la considerara una oportunista. Las tareas de limpieza en la casa, aunque las realizaba con esmero, no representaban un trabajo genuino que saldara su deuda de gratitud.Impulsada por la curiosidad, Catalina se levantó. La pregunta "¿Quién era