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Samantha: Mi realidad

La orden de desalojo reposa en la mesa de la cocina junto a las deudas de la luz y el agua desde hace más de dos meses. Mi madre estaba intentando pagar, pero ahora que no está, debo hacerme cargo de todo.

Perder a mi madre ha sido el golpe más duro de mi vida; un infarto me la arrebató hace dos semanas. Ella era todo para mí y mis hermanas gemelas, Luci y Lucía de 6 años. A mi padre nunca lo conocí, y el padre de mis hermanas, es otra historia.

Caminé despacio para la habitación de mis hermanas intentando contener mis lágrimas, pero era demasiado difícil. Tenía que ser fuerte.

Abrí la puerta despacio y estaban jugando con sus muñecas favoritas.

―Hola, mis princesas ―Ambas me observaron con sus ojitos verdes al mismo tiempo y corrieron a abrazarme. Era el abrazo más lindo del mundo ―. ¿Están bien?

―¡Samantha!, ¡volviste! ¿quieres jugar? ―dijo Luci sonriendo y enseñándome su muñeca despeinada.

―¡Sí, juega con nosotras, Samy! ―agregó, Lucía, dando brincos de un lado a otro.

―Mis niñas, tengo que hablar con ustedes.

―¿Qué sucede? ―dijeron casi al mismo tiempo, y la alegría que sentían por verme se borró de su mirada.

Me había ausentado tres días para viajar a Nueva York, tenía una entrevista de trabajo y debía darles la buena noticia. Las tomé de las manos tan suaves y pequeñas, y me senté junto a ellas en un sillón rosado con dibujos de diminutas fresitas que adornaba la habitación.

―Ustedes son grandes y sé que van a entender lo que les voy a decir. Antes de mentirles, prefiero decirles la verdad―Ambas asintieron―. Necesito irme por un tiempo.

―¿Qué?  ―dijo Lucía abriendo sus ojos sin parpadear por unos segundos―, pero si acabas de volver.

―Lo sé, hermosa ―Acaricié su cabello suave de color oro―. Es solo un tiempo, se los prometo.

―Nos vas a dejar, así como mamá nos dejó.

―Mamá no nos dejó, ella está aquí ―Toqué el corazón de ambas y mis lágrimas comenzaron a caer―. Les prometo que será poco tiempo. Tengo un nuevo trabajo en un mejor lugar, reuniré dinero y vendré por ustedes.

―Pero…

―No pasa nada, estarán bien. Se van a ir a la casa de tía Kate. Ella cuidará de ustedes ―permanecieron en silencio y comenzaron a llorar―. No me hagan esto más difícil ―Las abracé con deseos de nunca soltarlas.

En el fondo sabía que la decisión que había tomado era por ellas, por nosotras tres. Todo iba a salir bien.

―¿Nos vas a comprar un regalo?― dijo, Lucí, en medio de su hermosa inocencia.

―¡Claro que sí! ¡El mejor regalo de todos!

―Y… ¿prometes llamarnos todos los días? ―añadió Lucía, secando sus lágrimas intentando sonreír.

―Por supuesto que las llamaré.

En ese momento solo pude sentir que mi corazón se marchitaba, y que mis sentimientos se revolvían dentro de mi corazón. Nunca me imaginé vivir algo así. Sé que no teníamos la mejor vida de todas, pero mi mamá siempre estaba para nosotras. Ella era una mujer luchadora, trabajadora y una madre ejemplar que se trasnochaba solo por vernos feliz. No me dejaba trabajar, solo me decía todos los días que me concentrara en estudiar diseño de modas, mi gran pasión.

Ahora estoy sola, tengo 25 años, a mis hermanitas pequeñas, y una carrera sin terminar. Tengo miedo de enfrentarme al mundo sola con ellas y que de alguna manera mis decisiones les afecten. Quiero cuidar de ellas bien y estoy dispuesta a lo que sea por ellas.

Me despedí de las niñas, las acosté en sus camas, besé sus frentes y me retiré. Mi tía Kate me esperaba en la cocina.

―¿Todo bien con las niñas? ―dijo mi tía, de pie junto a la puerta de la cocina, cruzada de brazos.

Ella es hermana menor de mi mamá y nuestra vecina. Siempre fueron muy unidas, pero desde hace pocos años mucho más; luego de que ella tuviera un matrimonio fallido, y la pérdida de su hijo, mi primo, Esteban, a quien prácticamente no conocí. Mi tía nunca habló conmigo de eso, y nunca me enteré qué le pasó a mi primo ni me atreví a preguntar; pero era evidente la tristeza que la arropaba desde ese día.

―Sí ―respondí y me acerqué a la nevera para beber un poco de agua―. No es fácil dejar todo esto, la casa, a mis hermanitas, pero solo necesito llamar a Martina para que me ayude, y podré irme.

―¿Estás segura de que es buena idea contactarla?

―No tengo a nadie más.

―No has visto a tu abuela Martina desde hace muchos años.

―Creo que no es momento de rencores… Ahora necesito su ayuda. ¿Trajiste su número?

―Sí ―extendió su mano y me entregó un papel.

Mi tía Kate había conservado algunas cosas de mamá, y entre algunos papeles, encontró el número de Martina, mi abuela.

―Gracias ―dije con un nudo en mi garganta.

―¿Cuándo la vas a llamar?

―Ahora mismo ―anoté el número nerviosa en mi móvil y me retiré a la sala para poder hablar tranquila.

Mi abuela Martina es la madre de mi padre, un hombre que en realidad nunca figuró en mi vida, nunca lo conocí ni espero conocerlo. A mi abuela la vi algunas veces durante mi niñez, pero varios problemas familiares que desconozco, nos alejaron. Ahora debía tragarme el orgullo y olvidar su ausencia. Solo ella podía ayudarme para irme a Nueva York en pocos días.

Me retiré para estar sola, pero una llamada al teléfono de la casa interrumpió el eterno repicar del número de Martina. Colgué y atendí la otra llamada.

―Buenas noches…―dijo una voz masculina.

―¿Sí? ¿quién habla?

―Soy Arturo…

Arturo es el papá de mis hermanas. Antes era un buen hombre, siempre las visitaba, se las llevaba de paseo, pero esa paternidad perfecta solo fue al principio. Las niñas no lo han visto desde hace casi dos años.

Mamá lo conoció en una tienda en la que trabajó por algunos meses; se enamoraron, ella quedó embarazada y luego su relación se limitó a las niñas. Eran amigos.

―¿Para qué llamas?

―Hola, Samantha… ¿y mis hijas?

―¿Ahora sí son tus hijas? ―dije sin pensarlo.

―Siempre…

―Están dormidas… ―Quería decirle que era el peor padre del mundo, pero me dio miedo pensar que quisiera apartarlas de mi lado por mi mala actitud.

―Mañana voy a verlas.

―¿Para qué?

―Acaban de perder a su madre, me necesitan; y quiero estar con ellas unos días.

―No te necesitan, están conmigo. Mi madre murió hace dos semanas y ahora es que quieres aparecer.

―Yo soy su papá…y a pesar de todo he estado con ellas. Lamento no haber podido ir antes. No es justo que me trates así.

―¿Desde cuándo eres el padre ejemplar?

―Samantha, no quiero discutir contigo por teléfono. Mañana hablamos.

Colgué la llamada y me senté a llorar en el sofá. Pensar que él ahora quería ser el mejor papá para poder llevárselas lejos de mí, me arrancaba lo poco que me quedaba de felicidad.

―¿Qué sucedió? ―dijo mi tía preocupada.

―Era Arturo…  quiere ver a las niñas. 

―Me parece muy bien. Es su padre. 

―¿Ahora te pones de su lado? ―Me puse de pie molesta.

―No estoy de su lado, pero es algo que debes aceptar, te guste o no.

Arturo era un papá ejemplar, pero los últimos dos años solo enviaba regalos y llamaba en los días especiales. Sin embargo, aunque me costara admitir, las niñas siempre preguntaban por él.

―No quiero que me las quite.

―No pienses en eso.

―¿Tú crees que…? ―dije cubriéndome los ojos―. ¡No tengo empleo! ¡soy joven! ¡estoy a punto de perderlo todo! ¿Cómo voy a cuidar de ellas? ¿Necesito un abogado?

―Samy, tranquila, estás con mucha presión. Un paso a la vez, no saques ninguna conclusión. Ese empleo en Nueva York te ayudará con tus hermanas. Arturo sabe lo mucho que las quieres y lo bien que las has cuidado con tu mamá.

―Me dijo que mañana quiere hablar conmigo ―dije temblando y con mi mirada al vacío, deseando que mamá estuviera.

―Nada pasará… 

―¡No le digas que me voy a Nueva York!

―Pero…

―Por favor, tía…  si se entera va a querer llevárselas...

―Ya basta de torturarte ―Me tomó fuerte por los hombros―. Voy a prepararte un té para que te relajes. Y hoy no llames a Martina. No me parece buena idea. Necesitas estar más tranquila.

Asentí con mi corazón arrugado y me senté de nuevo en el sofá de la sala con una enorme tristeza.

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