El silencio que siguió al despertar de Serena fue más ruidoso que cualquier rugido. No había viento, no había respiración. Sólo las brasas aún humeantes del cráter, el olor a ceniza y poder... y el eco de una transformación irreversible.
Kael fue el primero en acercarse, con el cuerpo herido y el corazón encogido. Donde antes estaba su compañera, ahora había una figura más alta, más imponente, envuelta en sombras palpitantes. Su rostro aún era el de Serena, pero su mirada había cambiado: ya no reflejaba duda, ni siquiera dolor. Ahora llevaba la certeza de los antiguos.
—Serena… —susurró.
Ella volteó, y por un instante, sus ojos dorados brillaron con algo que parecía ternura. Pero fue fugaz. Como si le costara volver a ser ella misma.
—Estoy aquí… —dijo finalmente—, pero no soy la misma.
Los fragmentos, ahora parte de su esencia, latían como un núcleo ardiente en su pecho. Sentía cada vibración del mundo, cada vida, cada sombra. Y, más allá, la presencia de Aetheryon, todavía dentro de