La noche cayó sobre el Templo de los Veladores sin previo aviso. No hubo brisa. No hubo estrellas. Solo un susurro, leve, como el roce de hojas secas, que atravesó el aire como una advertencia ancestral.
Sariah sintió la perturbación antes de que ocurriera. Despertó empapada en sudor, con el símbolo del ojo invertido ardiendo tenuemente en su pecho. El eco no le hablaba esa vez. El silencio era aún más ominoso. Era como si el mundo contuviera el aliento, a la espera de algo que no podía detenerse.
Corrió hacia el mirador norte del templo. Desde allí, vio las luces en el horizonte. Pero no eran antorchas.
Era fuego.
—¡Aleria! —gritó—. ¡Kaelen!
Los líderes del Consejo corrieron junto a ella. Las campanas de los veladores, que solo se tocaban en caso de una amenaza real al equilibrio, comenzaron a sonar por primera vez en siglos.
Una sombra se acercaba al templo.
Y no venía sola.
Cuando el enemigo llegó, no venía armado con espadas ni bestias. Llegó con palabras.
Una figura femenina cami