La madrugada se sentía distinta.
Kael dormía aún, su cuerpo cálido junto al de Serena, pero ella ya estaba despierta. Había amanecido con el eco de un nuevo temblor en el pecho, uno que no tenía origen físico, sino espiritual.
Aetheryon se movía.
Se levantó con cuidado, cubriéndose con la capa negra que aún olía a ceniza y a su piel. El aire en la torre parecía más denso, como si el tiempo mismo empezara a plegarse. Bajó los escalones de piedra en silencio, guiada no por mapas ni profecías, sino por la certeza de que algo se había roto.
En la sala del consejo, la tensión era un hilo afilado.
—Las columnas del sur han caído —anunció Hadrien—. Los clanes de la Cuenca Negra se han rendido sin pelear. Dicen que Aetheryon no les ofreció muerte, sino revelación.
—¿Y los hijos de Drenmar? —preguntó Elandra, con las manos temblorosas.
—Traicionaron el pacto. Entregaron los sellos a cambio de inmunidad.
Un rugido recorrió la sala. Serena entró en ese momento, vestida como reina: túnica de batal