La noche cayó sin rugidos, sin vientos, sin advertencias. Solo un silencio antiguo, casi reverente, descendió sobre Liria. Después de días de tormentas rojas, por primera vez, la luna brillaba sin sangre.
Serena observaba desde la terraza alta de la torre occidental. Había perdido la cuenta de cuántas noches había pasado allí, vigilando al cielo como si pudiera encontrar respuestas entre las estrellas. A su alrededor, el aire tenía el sabor amargo del futuro incierto.
Llevaba una capa oscura sobre su vestido de descanso, los bordes de la tela apenas tocando el mármol. La corona descansaba sobre una mesa de piedra cercana, olvidada por un momento. Solo quería ser Serena. No la Reina. No la Portadora. No la Llave.
—¿No duermes? —La voz de Kael llegó suave, como si también temiera romper la calma. Él apareció en el umbral, con una camisa desabotonada y el cabello húmedo. Quizá acababa de salir del baño o del entrenamiento. Quizá no había dormido en días, igual que ella.
—Dormir se ha vue