El amanecer no trajo consuelo.
La luz se filtraba a través de las cortinas como cuchillas doradas, y Serena, despierta desde mucho antes del alba, sentía que su cuerpo ya no le pertenecía del todo. El fragmento dentro de ella pulsaba con fuerza creciente, como un segundo corazón que latía al ritmo de una voluntad ajena.
Kael la observó desde el umbral, sin entrar aún. Ella no lo había notado. Estaba de pie frente al espejo de obsidiana, el que su madre usaba antes de morir. Sus dedos recorrían el contorno de su clavícula, donde una nueva marca comenzaba a dibujarse con un tenue resplandor lunar.
—¿Te duele? —preguntó él finalmente.
—No. Pero me quema —respondió Serena sin volverse—. Como si algo intentara salir desde dentro de mí.
Kael dio un paso al frente, su presencia envolvente y firme.
—¿Qué has descubierto sobre Selene?
Ella giró lentamente hacia él.
—Era mi antepasada directa. Siete generaciones atrás. La primera mujer en portar los tres fragmentos… y la última en hacerlo antes