El regreso a Liria fue silencioso.
No por la falta de palabras, sino por el peso de la revelación que quemaba en el pecho de Serena: el último fragmento lunar no estaba oculto en algún templo ni enterrado en tierra sagrada. Estaba dentro de ella.
Una herencia que no comprendía.
Una condena que no había pedido.
Desde que unió los dos fragmentos anteriores, Serena no había vuelto a dormir en paz. Las visiones eran más intensas, más crudas. Veía a una mujer parecida a ella, de ojos dorados y piel bañada en luz lunar, que gritaba mientras era atada a una piedra ritual, con los tres fragmentos suspendidos sobre su cuerpo.
—“Luna y sangre se funden. Reina y sacrificio. El ciclo será completo… o el mundo perecerá.”—
Era parte de la profecía que nadie había querido traducir del todo.
En el Consejo de los Clanes, el ambiente era tenso.
Los delegados de las manadas menores —como los del Clan Ashmir, Skarn y Vessur— se habían reunido en la Gran Sala. Aunque la mayoría respetaba a Serena como Rei