La noche cayó como una profecía cumplida.
El cielo, antes tapizado de estrellas, se volvió un velo opaco teñido de rojo. La Luna Roja se alzó, inmensa, como un ojo antiguo observando el mundo con juicio implacable. En las tierras de Liria, todos los lobos sintieron el cambio. La magia vibró en la sangre de los licántropos como un tambor de guerra.
Serena, vestida con la túnica ceremonial blanca con bordados lunares, emergió del santuario central del Palacio de Piedra. La corona de la Reina Lunar resplandecía débilmente, como si anticipara lo que estaba por suceder.
Kael la esperaba a las puertas del santuario, su rostro endurecido por la tensión, pero sus ojos solo se suavizaban cuando la miraban a ella.
—¿Estás lista? —preguntó él.
—No —admitió Serena—. Pero eso no cambia lo que debo hacer.
La Sala del Consejo estaba llena de alfas y embajadores de clanes que antes no se habrían sentado juntos ni siquiera para evitar una guerra. Ahora, sin embargo, todos miraban a Serena con una mezc