Tomás Black
La noche todavía estaba fresca cuando me senté frente al fuego y llamé a Demian. No podía perder ni un segundo. Si Rhyd nos necesitaba, no esperaba a que alguien tuviera ganas o espíritu patriótico: lo traía, costara lo que costara.
—Demian, te necesito aquí ahora —dije sin rodeos nada más oír su voz al otro lado—. Rhyd nos necesita. Viene una guerra. Tomas lo primero que encuentres toma el primer vuelo, el primer tren o nadas para llegar, o vienes en carreta; no me importa cómo, pero te quiero acá a primera hora. ¿Me entiendes?
Del otro lado hubo un resoplido y luego un “Sí” contundente. Colgué y flexioné las manos un par de veces, haciendo crujir los nudillos. Sentí la sangre pulsándome en las sienes. Era un latido de trabajo: lo que venía no era charla ni protocolo. Era guerra.
Ahora veríamos a esos ancianos, malditas ratas traidoras, si algo había aprendido de mi padre era que las ratas se eliminaban fuera quien fuera o se empiezan a multiplicar y contaminar todo.
Me