LAURENTH
Habían pasado varios días desde el nacimiento.
El tiempo dentro de la habitación se volvió distinto, como si el mundo girara más lento solo para que pudiera mirarlo dormir.
Mi bebé.
Mi hijo.
Su respiración era el sonido más hermoso que había escuchado, y cada movimiento de sus manitas me hacía sonreír como una tonta.
Kael no se separaba de nosotros.
Si no lo conociera, diría que dormía con un ojo abierto solo para asegurarse de que respiráramos.
Lyra entraba cada mañana, descalza, con su osito bajo el brazo y los cabellos despeinados, y se subía a la cama sin pedir permiso.
“Buenos días, mamá. Buenos días, bebé.”
Y cada vez lo decía más despacio, más consciente, como si entendiera que su hermanito ya formaba parte del alma de nuestra manada. Como cada mañana, yo cepillaba su cabello, cantando alguna canción de cuna para que mi bebé no despertara, trenzaba su cabello con amor, el mismo amor que le había dado desde aquel día en el claro del bosque.
Cuando pude ponerme de pie si