La noche había caído sobre el hospital con una calma sospechosa. Demasiado silencio. Demasiadas sonrisas forzadas. Valeria lo sentía en los pasillos, en las miradas desviadas y en los saludos que sonaban más a vigilancia que a cortesía.
Pero no importaba. Era la noche perfecta para ejecutar su jugada.
Vestía de civil, con vaqueros oscuros, camiseta blanca y su bata médica que le permitía moverse con sigilo por las áreas restringidas sin levantar sospechas. A esa hora, pocos sabían que aún estaba allí. Solo su equipo más cercano, ese que ella misma había elegido uno a uno y en el que, por fin, podía confiar.
En su bolsillo, un USB. En su carpeta, documentos falsos. En su teléfono, la señal de que uno de los infiltrados había mordido el anzuelo.
—¿Está segura de esto, doctora Ríos? —preguntó Javier, uno de sus residentes, ahora convertido en aliado clave.
—Lo estuve desde que alguien creyó que podía ensuciar mi nombre sin consecuencias. —Le dedicó una sonrisa filosa—. Que el circo comie