Desperté con la calidez de unas sábanas ajenas, y por un instante, no supe dónde estaba, era tarde, el sol estaba en todo su esplendor. Me tomó unos segundos recordar: no era mi cama, ni mi cuarto. Era el suyo. El mundo de Alex. El silencio del lugar no era el de la soledad, sino el de alguien que ha aprendido a convivir con ella.
El sol se filtraba por la cortina mal corrida, iluminando apenas los bordes de la habitación. Había algo de él en cada objeto: en los libros apilados sin orden, en la taza con un dibujo infantil que descansaba en el escritorio, en la camisa colgada en el perchero, olvidada y levemente arrugada. Era una habitación vivida, no decorada.
Me levanté con cuidado. Caminé descalza por el pasillo hasta la cocina, donde el aroma del café recién hecho ya anunciaba su presencia.
Él estaba de espaldas, moviéndose con esa calma contenida que le conocía bien. Sirvió dos tazas y dejó una frente a mí cuando me acerqué.
—Buenos días —susurré, aún con voz de madrugada.
—Buenos