El avión se deslizaba por el cielo como un pez enorme y silencioso cruzando un océano blanco. Desde la ventana solo se veía una capa inmensa de nubes que parecía un campo de algodón congelado. Afuera era de día, pero dentro de la cabina se sentía como una noche contenida, un limbo entre países, entre decisiones, entre capítulos no cerrados. El murmullo de los motores tenía algo hipnótico, y la luz tenue del interior teñía todo con un tono suave, de espera.
Alex dormía.
No había tardado mucho en quedarse así. Apenas se acomodó en su asiento junto al mío, cerró los ojos y su cuerpo se rindió lentamente. Al principio pensé que era una de esas siestas superficiales que uno toma por costumbre en los viajes largos, pero al observarlo mejor me di cuenta de que estaba profundamente dormido. La respiración pausada, los labios entreabiertos, los párpados tranquilos. Su cabeza, en algún momento, terminó recostada sobre mi hombro, y yo no tuve el menor deseo de moverme.
Había algo hermoso en verl