Fleure
El café aún humea en mi taza cuando la puerta se cierra tras él.
El clic del pestillo resuena como un suspiro de toda la casa, un "por fin" que se desliza entre las paredes.
El silencio, al principio pesado, se estira luego como una manta demasiado grande.
Me quedo inmóvil un largo momento, la taza entre las manos, hasta que el calor me quema las palmas.
Respira. Olvida.
Fácil de decir.
Me instalo al borde de la mesa, la mirada perdida en los reflejos ámbar del café.
Cada detalle de la mañana regresa con una precisión cruel: el timbre grave de su voz, la distancia calculada de sus pasos, ese perfume de tormenta que arrastra tras de sí.
No era nada.
Me repito la frase, como un talismán.
Un rayo pálido finalmente atraviesa las cortinas. Es hora.
Ordeno, enjuago las tazas, seco cuidadosamente la encimera, gestos mecánicos que me devuelven a una realidad más dócil.
Luego agarro mi bolso, mi abrigo, mis llaves.
La cerradura chirría, la puerta se cierra de golpe.
Fuera, el