XI
Lo ojos de Bastian veían cómo el cuerpo de esa bestia ardía y se hacía cenizas, dejando una estela de humo muy negro que se alzaba por encima de las copas de los árboles. Era aún de noche, la luz del fuego era intensa, y podía ver a los chicos a la perfección, no obstante, había dos de ellos que no conocía. Miró su mano izquierda, que todavía sostenía en esta aquel sucio y deteriorado pañuelo bordado, que era el tesoro de aquel que se carbonizaba. Bastian hubiera querido hacerle una tumba, pero ellos ya tenían el quemarlos como costumbre. Qué horror, haberse acostumbrado a matar de esa forma, para proteger a los que todavía no se transformaban en esas abominaciones.
—Es hora de irse —dijo Francis dándole un golpecito en la espalda. Bastian se quejó ante el toque y sin darle tiempo de reaccionar a nadie, le levantó su camiseta y vio que tenía la espalda llena de moretones. No había duda que la criatura le trató con rudeza.
—Seguro fue cuando me cargó en su hombro, sus manos no era