Antonella
Me habían echado como a un perro de la casa que mantuve durante cinco años. Desde los dieciséis trabajo sin descanso para ayudar a mis padres, incluso pagué deudas que ni me correspondían. Y ahora solo soy un estorbo, una vergüenza por haber cometido el “error” de quedar embarazada. Quién diría que enamorarme fuera mi peor desgracia.
Mi madre me sacó sin asco, como si fuera basura. La que debia protegerme ahora me humilla sin piedad. Apenas pude llevarme una maleta con lo más importante. Todo lo demás se quedó ahí, como un recordatorio cruel de que ya no tenía hogar. Jamás había sentido un dolor tan punzante en mi vida, un horrible dolor profundo en mi pecho se instala como una daga directa al corazón. Soporte la humillación de Geovanni pero el de mi familia fue mas desgarrador.
Caminé rápido, evitando cruzarme con Lilian. No quería preguntas ni lástima. Al salir del vecindario llamé un taxi. Eran más de las once de la mañana y no tenía idea de qué hacer.
—A donde la llevo, señorita —preguntó el taxista.—A la plaza… donde están los bodegones —susurré, intentando que mi voz no se quebrara y que el chofer no me viera como una loca.
—Son doscientos córdobas, está lejos de aquí a mas de tres horas
—No importa… lléveme, por favor pero ya.— le exigi a punto de romperme en un llanto desgarrador.
Tenía poco dinero para gastar en taxi peor con la distancia en la que ire, pero no quería seguir ahí no después de la manera en como mi propia sangré me trataba. No quería mirar atrás. Me acababan de echar de la forma más cruel, y permanecer más tiempo cerca de esa casa me hacía sentir como si me rompieran por dentro.
Cerré los ojos. Las lágrimas salían sin control. Sentía que podía desmayarme en cualquier momento por la impotencia, la debilidad, el cansancio… por haber permitido tantas humillaciones de mis padres y de ese hombre en quien confié tanto. Me equivoqué. Otra vez. Y todavía no lo podía creer, era como una pesadilla real.
Acaricié mi vientre. Tenía miedo, un miedo tan grande que me temblaban las manos. Abrí el bolso y encontré el dinero que ese desgraciado me había dado para abortar a mis bebés.
Jamás cometería semejante locura. Jamás mataría a dos inocentes que decidieron sembrar su corazón con la mía.
Prefería quebrarme el lomo como siempre lo he hecho y darles a mis hijos lo que pudiera. No me importaba ser madre soltera si puede con tres adultos y una casa, se que podre con dos pequeños.
Geovanni es un Maldito desgraciado. Espero que algún día el karma le llegue y pague una por una todas sus mentiras.
Limpié mis ojos y me obligué a mirar la carretera. El coche avanzaba… y yo avanzaba con él, aunque no supiera a dónde me llevaría la vida ahora. Lo único que sí sabía era que debía luchar por mis bebés y por mi tranquilidad. Este dolor me enseñará a no volver a ser débil ante el amor falso de un hombre.
Después de una hora, el taxi se detuvo frente al Gran Bodegón de la plaza. Pagué, bajé arrastrando mi maleta, y de inmediato mi estómago rugió. No había comido nada desde la noche de ayer.
Entré a un comedor de comida rápida. No tenía más opciones.
—¿Qué le ofrezco, señorita? —preguntó la mesera.
—Una sopa de pollo… por favor. ¿Tiene tortillas?
—Claro. ¿Desea acompañarla con arroz?
—No, así está bien. Y una botella de agua, por favor.
—Son doscientos córdobas.
Le pagué y, mientras esperaba, miré mi móvil. Un audio de mi madre. Ni siquiera lo abrí. ¿Para qué? ¿Para escuchar insultos? Lo puse en modo avión. No quería nada de nadie.
La mesera dejó la sopa en la mesa y casi sonrío de hambre. El aire soplaba fuerte, mucha gente caminaba de un lado a otro, y aunque estaba sola… en ese momento no me sentí tan sola. Hasta las palomas se acercaban, y dentro de mí sentí que Dios también.
Con el dinero que me quedaba alquilé una habitación por una semana. Al entrar, dejé las llaves sobre la mesa. No era un gran lugar, pero tampoco el peor. El baño funcionaba, había una cama pequeña pero decente, y un ventilador. Con el clima frío, no necesitaba más.
Extendí una sábana sobre la cama y me acosté un momento, intentando ordenar mi mente. No tenía un currículum. Quizá podría encontrar trabajo en algún bar.
Me di una ducha y grité al sentir el agua helada. Salí temblando, me vestí rápido con ropa abrigada y me recosté, envuelta en la manta. No había calefacción, pero ¿qué más podía pedir? Era un cuarto barato, nada más.
Cerré los ojos y le pedí a Dios fuerzas… porque sentía que me rompería. De pronto, el móvil vibró. Era él.
“Espero que hayas ido a sacar a esos estorbos. Si lo haces, estaremos juntos como amantes.”
Apreté el móvil con rabia.
Qué descaro. Cómo se atrevía. ¿De verdad creía que yo haría eso? ¿Que volvería con él después de descubrir su traición?
Enseguida lo bloqueé. Borré su contacto. Borré todas las fotos y mensajes.
Nada de él debía quedar en mi vida.
Las lágrimas empezaron a caer sin permiso.
¿Cómo podía pedirme que matara a sus propios hijos?
Cómo pude ser tan tonta… tan ilusa…
Apagué el móvil. Lloré en silencio, dejando que la oscuridad y el frío de la habitación me envolvieran.
Tenía que ser fuerte.
Tenía que luchar.
Tenía que hacer como si de verdad estuviera sola en este mundo… porque, en el fondo, lo estaba.
Y llorando así, al fin logré descansar.