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Más que un encuentro (1era. Parte)

Dos días después

New York

Nicky

Dicen que un segundo nos puede cambiar la vida, y no es una exageración, es una condena disfrazada de realidad. Ese segundo no avisa, no pide permiso, solo entra a tu vida como una patada directa en el estómago. Un suspiro, una palabra, una llamada, y todo lo que conocías empieza a desmoronarse. Es un minuto de absoluta brutalidad. La tierra bajo tus pies se resquebraja y, de repente, te enfrentas al abismo.

¿Y qué haces? ¿Te quedas ahí, mirando como el mundo te arrastra? No, no hay tiempo para eso. El caos no espera. Lo que sí te queda es cómo manejas las ruinas después. Porque lo peor no es la caída, ni el golpe: lo peor es levantarse del suelo, poner los pies nuevamente en el suelo cuando te queman los huesos y la cabeza te da vueltas por el impacto.

A veces, ni siquiera estamos listos. Nos mentimos, pensamos que somos fuertes, que hemos aprendido a manejarlo todo, pero al final, todos tenemos un límite. No lo aceptamos, porque no estamos hechos para aceptar que no podemos controlarlo todo. Pero cuando llega ese segundo, cuando el muro de tus expectativas se deshace, no tienes más opción que mirar de frente. No hay espacio para escapar, ni para esconderse. La vida no se detiene, ni siquiera para tus dudas.

Y al final, todo lo que te queda es enfrentar las consecuencias, poner la cara en alto y seguir caminando, aunque duela, aunque el peso sea insoportable. Como adultos. Aunque no tengamos ni idea de cómo hacerlo, ni la fuerza para hacerlo. Pero lo haces. Porque la vida sigue, para bien o para mal, y no te pide permiso para arrastrarte con ella.

Admito que ni en mis peores pesadillas habría esperado una llamada de Hillary, pero mis miedos más remotos se quedaron cortos. Esa bruja ambiciosa no me llamó por empatía, ni porque fuera lo correcto. Lo hizo por interés... por su maldita ambición disfrazada de cortesía barata, lágrimas ensayadas y palabras vacías.

Cuando escuché su voz en el teléfono, fue como recibir un golpe inesperado, uno que me dejó momentáneamente sin aire. Sentí que algo no encajaba, que detrás de cada palabra suya había una trampa esperando a cerrarse.

—Hola, querida —soltó, arrastrando las sílabas como quien lame una herida ajena—. Mi llamada no es por cortesía... Preferiría darte la noticia en persona, pero debemos ser pragmáticas...

Apreté los dientes, sentí cómo el calor me subía al rostro. Me hervía la sangre de solo escucharla fingir humanidad.

—Hillary, ahórrate tu cortesía fingida. —Mi voz salió tensa, cargada de veneno—. Ante todo, no me digas "querida". Saquémonos las máscaras de una vez y dime qué m****a quieres. ¿Para qué te diste el trabajo de llamarme?

Escuché un breve silencio al otro lado, como si tratara de contener la irritación detrás de una máscara de falsa compasión.

—Deja la agresividad, Nicky. —Su tono pretendía ser suave, pero se quebraba en los bordes—. No soy tu enemiga. Te llamo porque... porque es un momento difícil para la familia.

Contuve una carcajada amarga. Enemiga era decir poco. Ella había sido la termita que carcomió mi casa desde adentro.

—Eres peor que eso —espeté, casi escupiendo las palabras—. Mi maldita madrastra oportunista. Así que habla. No tengo tu puto tiempo, ni las ganas de escucharte. Estoy en medio de una clase de vuelo, ¿entiendes? Una maldita clase.

Sentí su respiración entrecortada al otro lado de la línea, como si estuviera peleando consigo misma para no colgar.

—¿Cómo puedes tratarme así? —soltó, su voz temblando, aunque no supe si era real o parte de su eterno teatro—. No tolero tu egoísmo... no ahora.

Hubo una pausa, un temblor apenas perceptible en su voz que me hizo fruncir el ceño.

—Tu padre... —empezó, y mi corazón, ese traidor, se detuvo un instante.

Me incorporé de golpe, mi cuerpo entero temblando.

—¿Qué le sucede a mi padre? —pregunté, apenas reconociendo mi propia voz, ronca, cortante.

Un silencio, un maldito silencio lleno de plomo, precedió sus siguientes palabras.

—Tuvo un accidente... —susurró, y por primera vez sentí un atisbo de verdad en su voz—. En uno de los aviones de prueba... Lo siento, Nicky. Murió en el acto.

Todo dentro de mí se paralizó. Un zumbido feroz me llenó los oídos, como el rugido de un motor antes de estrellarse. No podía ser. No debía ser. Hillary mentía, como siempre. Era su especialidad.

—¡No! —grité, sin importarme quién me oyera. Mi garganta ardió—. ¡Me mientes! ¡Él no pudo morir! ¡Debe haber un error!

Pero en el fondo... algo dentro de mí ya sabía que no lo era, lo peor era sentir que ni siquiera podía hacer las paces con él, se había dio sin un adiós, sin una charla sincera.

Nunca imaginé regresar a Nueva York así. Pedí una licencia en la base, armé mi valija a toda prisa y tomé el primer vuelo disponible. El estómago me ardía como si llevara piedras dentro. Apenas aterricé, la prensa amarillista me cayó encima como una plaga: micrófonos, cámaras, flashes... Todos hambrientos por una declaración, por una lágrima, por un escándalo.

Las portadas ya hervían de rumores: "¿Accidente o sabotaje?" "El imperio aeronáutico Collins en jaque." "¿Competencia desleal? Sospechas sobre la muerte del magnate." Pero no tuve ni cinco minutos para asimilar la noticia. La bruja de Hillary ya había organizado el funeral y todo un circo social alrededor de la tragedia. A veces me pregunto si de verdad lloró o si solo ensayó frente al espejo su cara de viuda digna.

Y ahora, aquí estoy. El funeral ya terminó y regreso a esa mansión que nunca fue mi hogar. La brisa fría arrastra el olor de las flores marchitas, mezclado con el de las mentiras. Siento que cada paso me pesa como si llevara grilletes en los tobillos, pero aun así avanzo, tragándome las ganas de salir corriendo.

Al abrir la pesada puerta, la veo. Hillary está junto a la chimenea, envuelta en su luto perfectamente calculado. Su vestido negro le queda impecable, su maquillaje ni siquiera muestra rastros de llanto. Sostiene una copa de vino con la misma delicadeza con la que empuña un puñal, y me recibe con esa sonrisa plástica que siempre me provocó arcadas.

—Nicky, me alegra que volvieras a casa —dice, acercándose un par de pasos, su voz dulzona, falsa como una moneda de hojalata—. Sé que este es un momento duro para ambas.

Lanzo mi bolso al suelo con un golpe seco que resuena en la sala. Ni siquiera disimulo mi desprecio.

—No me jodas, Hillary. —Mi voz corta el aire como un látigo—. Esta nunca fue mi casa. Y tú nunca fuiste mi familia.

Ella suelta un suspiro dramático, tan ensayado como una mala actriz de teatro de tercera. Lleva una mano a su pecho, como si quisiera representar su tristeza.

—Nicky, por favor... —finge ternura—. No es momento para reproches. Perdimos a un gran hombre.

La rabia me sube por la garganta como bilis. Aprieto los dientes para no gritarle en la cara.

—¿Tú lo perdiste? ¡Por favor! —escupo las palabras, mi voz cargada de veneno—. Tú lo enterraste antes de que yo pudiera llegar. ¡Ni siquiera esperaste un maldito día! ¿O es que te urgía más leer el testamento que despedirte de él?

Hillary se endereza, abandonando su papel de viuda triste para adoptar el de reina herida. Sus ojos destellan furia contenida, pero su boca mantiene esa línea rígida de superioridad.

—Todo fue para proteger su legado —dice, en un tono cortante—. Había que actuar rápido. No tienes idea de los rumores que circulan.

Frunzo el ceño, avanzando hasta quedar frente a ella. Siento el calor de mi propia furia ardiendo bajo la piel.

—¿Qué rumores? —escupo, con una sonrisa torcida—. Vamos, Hillary, sorpréndeme.

Ella mira nerviosamente hacia ambos lados, como si esperara que las paredes repitieran lo que está a punto de decir. Luego se acerca un poco más, bajando la voz hasta apenas un susurro:

—Dicen que el accidente no fue tan… fortuito como parece.

Un frío paralizante me atraviesa la espalda. Me obligo a no parpadear, a sostenerle la mirada.

—¿Estás insinuando que fue un asesinato? —pregunto, apretando los puños con tanta fuerza que siento las uñas clavarse en la palma—. ¿Mataron a mi padre?

Hillary traga saliva. Se lleva la copa de vino a los labios y bebe un sorbo largo, como buscando valor en el fondo del cristal.

—Alfred tenía enemigos, Nicky —dice finalmente, su voz ronca—. Estaba cerrando acuerdos que afectaban a muchos intereses poderosos. No todos juegan limpio en este negocio. —Hace una pausa breve, cargada de insinuaciones—. Como su competencia: Alan Parker. Ese hombre estaba perdiendo una fortuna en licitaciones... o quizás fue el propio gobierno al que sirves con tanto patriotismo.

Siento un latido brutal retumbando en mis sienes. Me inclino hacia ella, invadiendo su espacio personal sin ningún respeto.

—¿Y qué hay de ti, Hillary? —escarbo, mi voz cargada de veneno—. Tal vez tú lo mandaste a asesinar. ¿Cuánto te dejó en su testamento? ¿Cuánto obtendrás del seguro de vida?

Por primera vez en la noche, Hillary parpadea con nerviosismo. Su fachada perfecta se resquebraja apenas un segundo.

—Estás dolida. No sabes lo que dices —masculla, apretando la copa como si quisiera romperla.

—Oh, sé exactamente lo que digo —respondo, sonriendo con frialdad—. Y te juro por su memoria que voy a descubrir quién mató a mi padre. Y cuando lo haga... —me acerco aún más, susurrándole al oído— ...no habrá lugar en el mundo donde puedas esconderte ¡Zorra!

Sin esperar respuesta, tomo mi bolso del suelo y me marcho, dejando tras de mí solo eco de amenazas y promesas de guerra. Hoy no termina la tragedia. Hoy empieza mi venganza.

Horas más tarde

No tenía a dónde ir. O, mejor dicho, empecé a llamar a cada maldito número de mi jodida agenda. Una por una. Y ninguna de mis antiguas amigas estaba disponible. Escuché cada disculpa más patética que la anterior: "Nicky, tengo reunión en la escuela de mi hijo", "Estoy en casa de mis suegros", "tengo trabajo atrasado", "No tengo niñera", "Mi novio llegó de viaje". ¡Mierda! Todas parecían unas viejas aburridas, atrapadas en vidas que juraron que nunca vivirían. Ni que fueran tan mayores. Y sí, reconozco que mi prioridad nunca fue atarme a nadie. Mi vida era mi carrera en la aviación. Mi libertad. Y ahora, aquí estoy, sola, con un vaso de tequila entre las manos, en un bar de mala muerte, escuchando al barman dándome consejos como si fuera mi maldito tutor.

—Muchacha, ya no te voy a servir más alcohol —dice el tipo, cruzándose de brazos, mirándome como si de verdad le importara—. Mejor te pido un taxi para que te lleve a tu casa. Dame tu dirección.

Lo miro como si me acabara de escupir en la cara. El coraje me sube en oleadas.

—¡Vete a la m****a! No necesito tu ayuda... —gruño, arrastrando las palabras con un tono venenoso.

De pronto, una voz masculina, grave, con ese toque arrogante que me crispa los nervios, irrumpe detrás del mostrador:

—¿Tony, tienes problemas con esta mocosa?

Mocosa.

La palabra me golpea como una bofetada en plena cara.

Me giro bruscamente, tambaleándome apenas, y lo veo: un hombre de unos treinta y ocho años, alto, de cuerpo sólido bajo una chaqueta oscura. El cabello castaño grisáceo perfectamente peinado hacia atrás, barba y patillas plateadas que acentúan su mandíbula cuadrada. Sus ojos azules, intensos, me escrutan con una mezcla de seriedad y diversión. Un galán de película... de esos que sabes que te van a partir el corazón si les das la oportunidad. Y, aun así, lo primero que quiero es partirle la cara.

—¿¡Mocosa!? —espetó, fulminándolo con la mirada mientras golpeo el vaso sobre la barra—. ¿A quién carajos le dices así?

Él ni se inmuta. Da un paso hacia mí, lento, como si estuviera midiendo cada movimiento, y se planta frente a mí con una media sonrisa que me dan ganas de borrarle de un puñetazo.

—A ti, mocosa —repite, su voz grave vibrando en el aire cargado de alcohol y malas decisiones—. Ahórrame el trabajo de levantarte a cuestas... —añade, su tono entre amenaza y burla— ...o no respondo de lo que pueda pasar si sigues bebiendo como una desquiciada.

Siento la sangre hervirme en las venas. Aprieto los puños, luchando contra las ganas de arrojarle el vaso a la cabeza. Él sostiene mi mirada, tranquilo, seguro, como si supiera que tarde o temprano voy a ceder. No por miedo. Por orgullo. Por rabia.

—¿Qué eliges, mocosa? —pregunta, con una sonrisa ladeada que me revuelve el estómago.

Un silencio espeso cae entre nosotros, cargado de electricidad y desafío. Y yo, que nunca fui de retroceder ante un cabrón arrogante, sé que esta noche apenas empieza.

 

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