Patricia me dedicó una sonrisa tierna, de esas que solía regalar antes de que todo se complicara.
—No tienes por qué sentirte mal —dijo con naturalidad:— Te pedimos ayuda con Aquilino, no para que además de todo cargues con las tareas de la casa.
Hoy Patricia parecía ser otra. Su voz volvía a ser cálida, serena, como siempre había sido.
Sentí una ligera alegría florecer dentro de mí.
No me atrevía a esperar demasiado. No soñaba con que Patricia fuera especialmente amable conmigo; solo me bastaba con que no volviera a tratarme con la frialdad que había mostrado conmigo la otra noche.
Mientras tanto, Elara, lejos de sus acostumbradas desapariciones matutinas, seguía aún en casa. Sentada a la mesa, trabajaba en su portátil con una concentración absoluta. Sus dedos volaban a gran velocidad sobre el teclado, llenando el silencio de pequeños golpeteos rítmicos.
Preferí no molestarla. Me levanté con discreción y me dirigí al baño para asearme.
Fue entonces, mientras me lavaba las manos, que a