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2. El nacimiento de una venganza.

El corazón de Emma se había roto en pedazos. Había sido la prometida de Eduardo desde que tenía memoria, y aun cuando su matrimonio fue un arreglo entre sus familias, siempre lo vio como aquel príncipe que la amaría a pesar de que su familia había perdido sus títulos décadas antes, pero, no había sido así, y esa imagen en su mente, se había desvanecido por completo. 

Los pies le dolían, la helada nieve se los estaba quemando, pero, aun así, Emma no se detendría. Aquel sufrimiento y aquella humillación le serían recompensadas un día, se lo prometió. De a poco, su piel amoratada se iba enfriando más y más ante aquella tormenta que sin piedad asolaba aquella región; pronto, se quedaría sin fuerzas. No sabía por cuánto tiempo había estado caminando y sus ojos lastimados por la nieve no le permitían ver allá de unos pasos delante de ella. 

Aquel recorrido por la carretera azotada por la tormenta era brutal, el hielo se le clavaba en la piel como pequeñas agujas que le hacían daño y Emma sabía que iba a morir pronto de no encontrar un refugio, sin embargo, pocos autos pasaban por aquel lugar que estaba prohibido para las personas comunes. Eduardo y Mónica la querían muerta, pero ella no podía simplemente rendirse. 

Tomando todas las fuerzas de su ser siguió caminando, notando aquellas luces de un auto que parecía aproximarse y luego detenerse. Dando un paso en falso, y para aumentar aún más su sufrimiento y miseria, Emma tropezó, sin embargo, no fue recibida por la fría nieve. 

— ¿Qué haces aquí? — 

Aquella voz ronca y conocida la hizo mirar aquellos ojos azules como el cielo que reconoció a medias de algún lugar...de alguien especial. Los brazos fuertes y cálidos, la levantaron del suelo. 

— ¿Q-Quién eres? — y musitando apenas sin voz aquella pregunta mirando al borroso rostro del desconocido, Emma, se desmayó. 

Aquel hombre de cabellos oscuros como la noche y ojos azules como el cielo matutino después de una noche de lluvia, acarició el hermoso rostro de la mujer en sus brazos. Aquello que le habían hecho era imperdonable, y caminando con ella hacia su lujoso auto clásico, esa noche arrojó improperios y desprecios hacia quienes habían hecho aquello con aquella pobre mujer que parecía muerta, y cuyo sufrimiento se notaba en su hermoso rostro. 

— Vamos al hospital, de inmediato. — el hombre ordenó a su chófer con aquella frágil y temblorosa rubia en sus brazos. 

El castillo de Balmoral, pronto, quedó atrás, sin embargo, horas después en el hospital, Emma lloraba amargamente. 

— Lo sentimos, señora Borbón, pero no pudimos hacer nada para salvar la vida de su hijo. — dijo un médico con pesar mirando a la mujer que aun tenia los labios amoratados por el cruel frio al que estuvo expuesta. 

—Déjeme verlo…por favor, permítame sostener a mi hijo al menos una vez entre mis brazos…se lo ruego. — suplicó Emma levantándose a duras penas de aquella cama de hospital. 

El doctor negó. 

—No creo que sea lo mejor por usted, mi señora, debe de recuperar fuerza, su vida aun no está fuera de peligro… —

—¡No me importa!, ¡Déjeme ver a mi pequeño ahora mismo! — exigió Emma interrumpiendo al médico, y sintiendo como su alma se partía en miles de pedazos en ese momento. 

Suspirando con resignación, el médico la ayudo a levantarse. 

—Está bien, yo la llevaré…por favor, tome mi brazo, usted aun se encuentra muy débil para caminar sola… — dijo el doctor, comprendiendo bien el sentimiento de aquella madre. ´´

A duras penas, Emma avanzaba paso a paso hasta llegar al elevador, y después, al cuarto frio. Sus ojos violetas se habían inundado de lágrimas que derramaba sin control, y con cada paso dado, sentía como se le partía todavía más su corazón y alma. 

Finalmente, habían entrado en el cuarto frio, y sobre una helada mesa de metal, estaba el cuerpecito de su hijo fallecido envuelto en una mantita blanca. Tomándolo entre sus brazos con el inmenso amor que sentía por él, Emma lloró a pulmón abierto soltando alaridos tan dolorosos, que incluso al médico que la había acompañado le partieron el alma.

Había esperado con tanta ilusión a su pequeño, había elegido cada muñeco en su cuna, cada prenda en su pequeño armario con la esperanza de tenerlo entre sus brazos y sentir su calidez…sin embargo, sentía a su hijo inerte y frío en su abrazo; su rostro era tan hermoso como lo había imaginado, pero con la mortal palidez de la muerte. No había mejillas sonrosadas ni balbuceos adorables, tan solo el sepulcral silencio de la morgue que se interrumpía con sus llantos desgarrados. 

¿Por qué había pasado aquello?, ¿Por qué Eduardo y Mónica la habían tratado con tal crueldad que le arrebató la vida a su pequeño príncipe? 

Aquellas preguntas no tenían una respuesta que pudiera justificar tan cruel y atroz y acto, y sintiéndose completamente rota y devastada, Emma se sentó en un banco tan helado como la tormenta que la mató en vida, y comenzó a cantar una canción de cuna para el bebé inerte entre sus brazos…su hijo, su amado hijo, aquel que ansió en su dulce espera, y que le fue arrebatado por la maldad de una mujer y un hombre que no merecían respirar el aire que respiraban. 

Cada lágrima que derramaba con su hijo entre sus brazos, y mientras cantaba aquella nana, iba a cobrárselas con intereses; les haría pagar el precio de su crueldad con un sufrimiento diez mil veces mayor al de ella. Derramando lágrimas por la vida perdida debido a la crueldad de la mentira de Mónica y la desconfianza de Eduardo, Emma Borbón juró vengarse de todos aquellos que habían causado su desgracia, y sin recordar el rostro de aquel extraño que la salvó en la carretera, le agradeció por ayudarla a sobrevivir.

—Es momento…de decir adiós, mi señora Borbón. — dijo el médico que retiraba a aquel bebé de los brazos de Emma. 

Días después, la solitaria madre sin su hijo, miraba como la tierra cubría aquella cajita blanca que celosamente y para siempre, guardaría a su dulce y tierno hijo al que se le arrebató la oportunidad de vivir, de crecer, y de conocer el cruel mundo que la estaba rodeando. Tocando su vientre vacío, la mujer de ojos violeta derramó las últimas lágrimas que se permitirá derramar desde ese momento. Pues había nacido, su venganza.

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