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El aeropuerto bullía de gente y movimiento, pero todos se detuvieron por un instante al ver al niño que descendía del avión privado con una pequeña maleta de ruedas. No debía tener más de nueve años, pero su porte era inusualmente sereno, casi aristocrático. Caminaba con una elegancia que desentonaba con su edad, como si ya hubiera vivido mil vidas. Su cabello oscuro estaba perfectamente peinado y su traje impecable no tenía una sola arruga.
Con paso decidido se dirigió a la salida, donde un hombre sostenía un cartel con su nombre.
—Necesito ir a esta dirección —dijo el niño con voz clara, extendiendo un pequeño papel doblado.
El conductor del taxi lo observó confundido, casi nervioso.
—Niño… ¿y tus padres? ¿Dónde están?
—Me encontraré con ellos en casa —sonrió el pequeño con una tranquilidad desconcertante.
El chofer dudó un segundo, pero algo en su porte, su seguridad, su tono... le impidió negarse. Lo ayudó a subir al asiento trasero y puso rumbo a la dirección escrita: Mansión