Habíamos seguido a Freya y Astrid hasta Braverton. El coche se detuvo a una distancia prudente de aquella residencia antigua, construida en piedra negra, protegida por una barrera mágica apenas perceptible. El tipo que las recibió parecía una de esas criaturas que rara vez abandonan su refugio. Oscuro. Frío. Y con el aura suficiente como para que Marco se tensara a mi lado.
—¿Qué clase de lugar es este? —preguntó él en voz baja.
—Uno al que solo acudes cuando estás desesperado o cuando tienes mucho que ocultar —respondí, sin apartar la vista del acceso.
Las mujeres ingresaron sin vacilar. A Freya se la notaba incómoda. No dejaba de mirar a su alrededor con una mezcla de asombro y duda, pero Astrid avanzaba con la seguridad de quien ha hecho ese tipo de visitas antes.
Dentro, la hechicera no tardó en recibirlas. Alta, delgada, con el rostro parcialmente cubierto por un velo plateado que brillaba con una energía extraña. Era evidente que no se trataba de una bruja común.
—Madame Seraphi