Las horas pasaban y los dos éramos inmensamente felices. No cabía duda: estábamos hechos el uno para el otro. Mientras tuviera a Enzo a mi lado, todo sería perfecto. Sabíamos que sobre nosotros pesaban situaciones que escapaban a nuestro control, pero mientras nos mantuviésemos unidos, seríamos capaces de derribar cualquier obstáculo.
Estuvimos juntos muchas veces más. Estar en sus brazos era como tocar el cielo. Y sabía que a él le sucedía lo mismo. Me lo decían sus ojos expresivos, ese brillo dorado e intenso que aparecía cuando me miraba. Había rastros de fuego en sus caricias, en sus besos… era como si nuestros cuerpos reclamaran lo que siempre les perteneció.
—Es hora de salir, mi amor —le dije algo avergonzada—. Todos deben estar hablando de nosotros.
Enzo soltó una carcajada y me miró con esos ojos que me derretían.
—Déjalos que hablen, mi cielo. Saben que estamos enamorados, que es nuestra luna de miel y que vamos a salir de aquí hasta que se nos dé la gana. Es decir, nunca —e