en el castillo de la manada Luna Roja, la violencia estallaba.
Dante, incapaz de tolerar la insolencia de nadie —y mucho menos de Freya, a quien siempre había visto como un objeto de su propiedad—, la sujetó brutalmente del cabello. Sin piedad, le propinó un puñetazo que la lanzó contra el suelo.
—¡Te pregunté qué fue lo que hiciste! —bramó fuera de sí—. ¡Habla, estúpida!
Freya, con la mejilla ensangrentada y los ojos llenos de odio, apenas podía ponerse de pie.
—¿Me golpeas por esa basura a quien tú mismo rechazaste para ser tu Luna? —gritó con voz quebrada—. ¡Ahora me lastimas por ella!
Dante la tomó nuevamente, sacudiéndola como si fuera una muñeca de trapo.
—Mis órdenes fueron claras, Freya —gruñó entre dientes apretados—. ¡Te dije que no la mataras! ¡Y tuviste la osadía de desobedecerme!
Su voz era un látigo implacable que rebotaba en las paredes mientras la seguía golpeando sin control.
—¡Estoy esperando que hables!
Finalmente, Freya, en un arranque de rabia y desesperación, gri