7. Fue mi hija

Un punzante dolor en la cabeza la obligó a abrir los ojos. Medea jadeó, sintiendo su cuerpo pesado y una punzada insoportable justo en el centro de los ojos.

Escuchaba pasos que iban y venían, pitidos de máquinas y, sobre todo, un desagradable olor a cloro y desinfectante que invadía sus fosas nasales.

Sacudió los párpados y enfocó el techo. Su corazón comenzó a latir con fuerza. La luz le resultaba dolorosa, pero lo que más la desconcertaba era no ver oscuridad, sino una claridad difusa y borrosa.

Giró la cabeza intentando observar a su alrededor. No distinguía detalles, pero sí sombras. Volvió a cerrar los ojos, parpadeó varias veces y decidió mantenerlos cerrados. La luz le picaba, le ardía.

—¿Señora? —la voz de Rogelio la alivió—. Gracias a Dios está despierta.

El hombre se acercó apresuradamente a la camilla y le sostuvo la mano.

—¿Cómo se siente? —preguntó con preocupación—. Cuando llegué a la mansión, usted estaba...

—Cuéntame qué pasó —ordenó con voz áspera. Tenía la boca seca
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