SILVANO DE SANTIS
El vapor aún flotaba en el baño cuando salimos de la ducha. El espejo seguía empañado, como si también él se negara a vernos separados.
Anny tenía las mejillas sonrojadas, los labios hinchados por tantos besos y esa sonrisa temblorosa que siempre aparece cuando la ternura le gana la partida al deseo.
—Dame —le susurré, tomando la toalla de sus manos antes de que pudiera secarse por sí misma.
—Puedo hacerlo —dijo, aunque no se movió.
—Lo sé —respondí—. Pero déjame a mí… esta vez.
Comencé a secarla con delicadeza. Cada rincón de su piel era una excusa para adorarla en silencio: sus hombros, su espalda, sus muslos. Era mía. Y aun así, cada caricia me hacía sentir como si la descubriera por primera vez.
Ella me miraba sin decir nada. Solo sus ojos, enormes, suaves, fijos en los míos.
Le pasé su vestido y subí el cierre con suavidad, tal como lo había hecho en su casa. El pantalón y la camisa que traía quedaron en mi departamento. Poco a poco iba dejando ropa y cosas… así