LUCIEN MORETTI
Estábamos en la Nueva casa de seguridad, afueras de Milán.
El eco de mis pasos retumbaba sobre los suelos aún desnudos de mármol crudo. El olor a pintura fresca, cemento y madera invadía el aire, mezclándose con la brisa del campo que entraba por los ventanales sin terminar. A mi lado, Silvano caminaba en silencio, observando cada detalle como si la vida dependiera de ello. Tal vez sí.
—¿Instalaron ya el sistema de refuerzo perimetral? —pregunté, sin mirar atrás.
—Ayer. Doble valla, sensores de movimiento, torres de vigilancia en los puntos ciegos —respondió él, repasando la pantalla de su Tablet—. Y cámaras térmicas en la parte trasera, justo como pediste.
Asentí. No se trataba solo de una casa. Era un refugio. Un lugar donde nuestras familias pudieran respirar sin tener que mirar sobre el hombro cada segundo. Una base de operaciones segura para los días difíciles que se avecinaban.
Encendí la pantalla de mi móvil. El rostro de tío Bastien apareció casi de inmediato. De