Veinte años atrás.
El cielo estaba gris esa tarde, como si la tormenta supiera lo que iba a ocurrir antes de que alguien pudiera impedirlo. El viento soplaba con fuerza entre los árboles que rodeaban la propiedad, levantando hojas secas y polvo por el sendero que conducía a las caballerizas. Martina había salido sola, sin avisar a nadie. Tenía los ojos apagados y los labios resecos, como si llevara días sin dormir. Caminaba con pasos lentos, arrastrando las botas por el suelo.
Antares, su caballo, la esperaba inquieto. Al verla, relinchó suavemente, golpeando el suelo con una de sus patas delanteras. Martina le acarició el lomo con ternura, como si fuera la última vez. Su mano temblaba. Murmuró algo en voz baja, apenas un susurro. Algo parecido a un “perdón”.
—Sabes que no deberías venir sola —dijo una voz detrás de ella, cortando el aire como un cuchillo.
Martina se giró lentamente. Sabía que él aparecería. Siempre lo hacía cuando más vulnerable se sentía. Adalberto la observaba des