Mundo ficciónIniciar sesiónPoco a poco se movían por las calles de Freeport.
Alexandra pegaba la frente al vidrio de la camioneta, observando todo con un aire de desconcierto.
El lugar era completamente diferente a la ciudad de Nueva York: no había un bullicio constante ni sirenas que interrumpieran cada minuto, el aire se sentía más limpio y ligero, y las casas parecían haber salido de otra época.
Fachadas con madera pintada en tonos apagados, porches amplios y sillas mecedoras que invitaban a sentarse a mirar el atardecer.
Todo tenía un toque de historia, como si cada casa guardara un secreto.
Gabriel mantenía las manos firmes en el volante, conduciendo sin mucho esfuerzo, como si conociera esas calles de memoria.
La camioneta crujía cada tanto, pero avanzaba segura, dejando atrás la pequeña zona industrial para adentrarse en un barrio más residencial.
—Esto no es lo que imaginaba —murmuró Alexandra, incapaz de contenerse.
—¿Qué esperabas? —Gabriel arqueó una ceja sin apartar la vista del camino.
—No lo sé… ¿Un lugar moderno? ¿Un edificio lujoso? —Sus labios se curvaron en una sonrisa sarcástica—. Al fin y al cabo, eres un Strauss.
—Y tú eres muy rápida para juzgar lo que ves —replicó él, con un tono tranquilo pero cargado de intención.
Alexandra se cruzó de brazos, apartando la mirada hacia las casas.
—Es solo que… esto parece un pueblo detenido en el tiempo.
—Tal vez eso sea lo que lo hace perfecto. —Gabriel frenó en un semáforo en rojo, girando apenas el rostro hacia ella—. Aquí nadie nos molesta, nadie hace preguntas y… nadie corre a contarlo todo a la prensa.
Alexandra asintió con la cabeza y siguió observando lo que veía a su alrededor. Las casas con techos bajos y jardines descuidados contrastaban con la modernidad de Nueva York, y aunque el ambiente parecía más tranquilo, algo en su interior se revolvía con cada kilómetro que avanzaban.
— ¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo Gabriel, rompiendo el silencio y obligándola a volver la mirada hacia él.
— Sí —respondió con cautela.
Gabriel arqueó una ceja y la observó de reojo mientras mantenía el volante firme.
— ¿Por qué chocaste un auto contra una guardería?Alexandra se removió incómoda en el asiento, como si aquel recuerdo pesara demasiado sobre sus hombros.
— No quiero hablar de eso.— Vamos —replicó él con una media sonrisa irónica—. Me interrogaste durante todo el vuelo; lo más sensato es que ahora respondas mis preguntas.
— Puedes hacer cualquier cosa menos esa.
Gabriel soltó un resoplido burlón.
— “Cualquier cosa menos esa”… curioso. Eso significa que escondes algo mucho más grande de lo que aparenta.Alexandra apretó los labios.
— No es asunto tuyo.— Claro que lo es, princesita de cristal. —Gabriel ladeó la cabeza, estudiando su reacción—. Si estoy contigo, si camino contigo, si conduzco contigo… todo lo que hayas hecho me afecta, quieras o no.
Ella apartó la mirada hacia la ventana, intentando no dejarse intimidar por la seguridad en su voz.
— Yo no te pedí que vinieras a mi vida.— Y aun así estoy aquí. —Él se inclinó un poco hacia ella, con una sonrisa que parecía más un reto que un gesto amable—. Eso dice mucho más de ti que de mí.
Alexandra soltó un suspiro y cerró los ojos por un instante.
— No entiendes lo que pasó aquel día…— Entonces explícame —la interrumpió Gabriel, con un tono más firme—. Porque si no lo haces, tendré que empezar a imaginarlo. Y créeme, mi imaginación puede ser peor que la verdad.
Ella abrió los ojos de golpe, atrapada en ese dilema.
— No quiero revivirlo.Gabriel permaneció en silencio unos segundos, dejando que el motor y el sonido de las ruedas sobre el asfalto llenaran el espacio entre ellos. Luego murmuró:
— Algún día tendrás que hacerlo. Y cuando llegue ese día, más vale que sea conmigo y no con alguien que quiera usarlo en tu contra.Alexandra lo miró de reojo, sintiendo la incomodidad crecer en su pecho.
— ¿Por qué te importa tanto?Gabriel soltó una risa seca.
— Porque las piezas rotas siempre me han fascinado. Y tú, Alexandra Strauss, estás hecha de fragmentos peligrosos.— Tampoco me digas Alexandra Strauss — murmuró ella con cierto fastidio, girando el rostro hacia la ventana para evitar su mirada.
Gabriel soltó una risa baja, casi burlona, y acomodó mejor el brazo en el respaldo del asiento.
— Bajo el juramento que hicimos ante Dios y un notario — dijo con voz firme, enfatizando cada palabra — eres mi esposa. Y las esposas llevan los apellidos de sus esposos.Alexandra giró lentamente la cabeza, frunciendo el ceño.
— Eso era antes, en los tiempos medievales — replicó con ironía. — Las cosas han cambiado, por si no lo sabías.Gabriel inclinó apenas el rostro hacia ella, sin borrar la sonrisa.
— Tal vez el mundo cambió, pero yo no.El silencio se apoderó del auto por unos segundos. Alexandra apretó las manos sobre sus piernas, intentando no reaccionar, pero él conocía bien cómo provocarla.
— Eres insoportable — murmuró por lo bajo.
Gabriel arqueó una ceja, complacido.
— Y aún así aceptaste casarte conmigo— No es que haya tenido una opción. — Alexandra suelta un bufido.
El silencio volvió a reinar en el auto.
En cuestión de minutos ya estaban llegando a su destino: un lugar descampado, cubierto de tierra y polvo.
No había edificios alrededor, solo un horizonte abierto que parecía tragar el camino de asfalto detrás de ellos.
Alexandra arrugó la frente, apoyando una mano contra la ventana mientras observaba lo que se desplegaba ante sus ojos.
Lo primero que vio fueron caravanas desperdigadas, alineadas de manera irregular, algunas con las luces encendidas pese a la claridad de la tarde.
Entre ellas sobresalía una carpa gigantesca, de franjas rojas y negras, con mástiles que parecían desafiar el cielo.
El viento la golpeaba suavemente, haciéndola crujir como si respirara.
— ¿A dónde vamos? — preguntó con alarma, sin apartar la mirada de aquel escenario.
Gabriel sonrió apenas, sin apartar las manos del volante.
— A mi trabajo.Alexandra se giró hacia él de golpe, incrédula.
— ¿Y cuál es? — replicó, con la voz cargada de desconfianza.— Ya te lo dije… soy gerente de una agencia de entretenimiento.







