Ella dejó el menú a un lado, cruzando los brazos con lentitud, como quien se prepara para una batalla verbal.
—¿Deber de esposa? —repitió con ironía, inclinando un poco la cabeza. —Perdona, Gabriel, pero yo no recuerdo haber firmado ningún contrato que me obligue a calmar tus… instintos.
Él sonrió de medio lado, con ese gesto que parecía hecho para provocar.
—Claro que no lo firmaste… —se inclinó un poco más, bajando la voz— pero lo insinuaste el día que aceptaste esta farsa de matrimonio.
Alexandra lo fulminó con la mirada, aunque en el fondo esa cercanía la desestabilizaba. No quería que él lo notara, y mucho menos darle la victoria.
—Acepté seis meses de tu apellido, no de tus caprichos —contestó, firme, aunque sintió cómo su corazón aceleraba.
Gabriel apoyó la barbilla en su mano, estudiándola como si fuera un enigma delicioso.
—Entonces lo tienes claro: o eres tú… o serán otras.
La frase flotó en el aire, cargada de desafío. Alexandra parpadeó, sorprendida, y luego sonrió con