Mundo ficciónIniciar sesiónAlexandra caminó con pasos torpes hacia la habitación privada, sosteniéndose un poco de los respaldos de los asientos. Sentía la mirada de Gabriel detrás de ella, como si cada movimiento suyo estuviera bajo vigilancia.
Una vez dentro de la habitación, cerró la puerta y dejó escapar un suspiro. El vestido era pesado, incómodo, y le recordaba todo lo que había sucedido apenas unas horas atrás. Abrió la maleta apresuradamente, sacando una blusa sencilla y un pantalón.
Pero justo cuando intentaba alcanzar la cremallera de su vestido, la puerta se abrió sin previo aviso.
— ¡¿Se te ocurre tocar al menos?! — exclamó, girándose con enojo, cubriéndose instintivamente con las manos.
Gabriel apoyó el hombro contra el marco de la puerta, con una sonrisa apenas burlona.
— ¿De verdad crees que soy tan tonta? — replicó Alexandra, apretando los labios.
— No lo sé. — Él dio un par de pasos dentro de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. — Hasta ahora, todo lo que has hecho demuestra que actúas sin pensar.
Ella se quedó quieta, con el rubor subiéndole por las mejillas entre enojo y vergüenza.
Gabriel se cruzó de brazos, observándola sin intención de moverse.
— ¡Esto es ridículo! — exclamó, girándose de espaldas para desabrochar el cierre por sí sola.
— Ridículo sería dejarte sola y que inventes otra de tus travesuras. — contestó él con calma. — Además… alguien tiene que ayudarte, ¿o prefieres quedarte atrapada dentro de ese vestido hasta que aterricemos?
Alexandra lo miró de reojo, con furia contenida.
Gabriel sonrió, divertido.
Ella bufó, jalando con fuerza el cierre del vestido, pero se quedó atascado a la mitad. Por más que intentaba, no bajaba. Cerró los ojos con frustración.
— No pienso pedírtelo.
— No necesitas pedirlo. — dijo él acercándose despacio, colocando una mano firme sobre la cremallera. — Solo respira.
Alexandra se tensó, pero no se movió. Sentía la cercanía de Gabriel como una amenaza y, al mismo tiempo, como un recordatorio de que estaba atrapada.
El vestido cedió con facilidad bajo sus manos.
Gabriel se inclinó apenas, murmurando cerca de su oído:
Alexandra tragó saliva, intentando no mostrar lo acelerado de su corazón.
Él sonrió, levantando las manos en gesto de rendición antes de retroceder hacia la puerta.
Y salió, dejándola con la respiración entrecortada.
Cayó sobre la cama y soltó un fuerte resoplido, dejando que sus músculos se relajaran por primera vez en toda la noche.
El eco de la puerta cerrándose aún vibraba en su pecho, junto con aquella sonrisa insolente que Gabriel le había lanzado antes de marcharse.
Se llevó una mano al rostro, cubriéndose los ojos, intentando ignorar el calor que aún le ardía en las mejillas.
— Eres una idiota Alexa, si hubieses seguido tu instinto no estarias ahora mismo casada con otro idiota. — Se dijo a sí misma.
Vio su maleta a un lado de la cama y la tomó con cierta torpeza, todavía intentando recuperar el ritmo de la respiración.
La abrió de golpe, apartando con impaciencia las capas de seda y encajes que seguramente su madrastra había empacado para ella, buscando algo que no pesara como plomo sobre su cuerpo.
— Ya vamos a despegar. — escuchó la voz de Gabriel tras un leve toque en la puerta.
Alexandra rodó los ojos con fastidio y se incorporó de la cama de mala gana. Caminó hasta la puerta con pasos lentos, dispuesta a soltarle una respuesta cortante. Sin embargo, al abrirla, se quedó helada.
Gabriel estaba allí, recostado con despreocupación contra el marco, los brazos cruzados y el cabello ahora suelto, cayéndole en mechones rebeldes sobre la frente.
Esa simple variación lo hacía ver peligrosamente más atractivo, casi juvenil, pero con esa rudeza innata que a ella le sacaba de quicio.
— ¿Qué? — espetó Alexandra, intentando ocultar el nudo que se le formó en la garganta.
Él arqueó una ceja, dejando que su mirada viajara lentamente desde la cabeza hasta los pies de ella.
El chándal de Prada resaltaba la elegancia natural de su esposa, pero en ese instante la prenda parecía demasiado íntima, demasiado doméstica.
— Vaya… — murmuró con una sonrisa ladeada —. Y yo que pensaba que las princesas solo usaban vestidos de gala.
Alexandra apretó los labios y sostuvo su mirada, fingiendo indiferencia.
Gabriel soltó una risa baja, cargada de ironía.
Alexandra mantuvo la respiración por un instante. Quiso responder con una frase cortante, pero las palabras parecían no querer salir. Terminó dándose la vuelta con brusquedad, alejándose de la puerta.
— No sueñes. — dijo en un susurro firme, aunque la voz le tembló apenas. — Puede que ahora seamos marido y mujer, pero no pienso consumar el acto contigo.
— ¿Entonces… vas a admitir desde ya que me serás infiel? — preguntó, su tono bajo, casi un desafío. — Porque debo decirte que soy egoísta… y no me gusta compartir lo que es mío.
Alexandra soltó una carcajada sonora, ladeando la cabeza con descaro.
— No creo en tus ínfulas de chico malo, Gabriel. — Lo observó de arriba abajo, como si quisiera desarmar con la mirada su fachada altanera. — Si lo que buscas es asustarme con esa pose de hombre posesivo, lamento decirte que conmigo no funciona.
Él se inclinó apenas hacia adelante, con una sonrisa lenta que parecía esconder un peligro latente.
— No intento asustarte, princesa — murmuró con suavidad, pero con una firmeza que erizó el ambiente —. Solo te advierto lo que te espera si decides jugar conmigo.
Alexandra sostuvo su mirada unos segundos más, el corazón latiendo con fuerza pese a que no quería admitirlo. Finalmente, bufó con arrogancia, dándose la vuelta para ponerse de pie.
— Pues tendrás que acostumbrarte a la idea — replicó con sorna, cruzando los brazos. — Porque yo no soy de las que se dejan domar.







