HAZ LO QUE PAPI TE DICE

En ese instante, una voz retumbó en el salón y congeló el aire.

—Chicos —intervino el padre de Alexandra, con esa autoridad implacable que siempre la había hecho sentir pequeña—. No es tiempo de hacer un espectáculo el día de su boda.

Gabriel, sin soltarla, lo miró directamente.

—Debo irme, señor Montclair. El trabajo me llama. Alexandra se rehúsa a acompañarme.

Alexandra soltó un bufido de indignación, rodando los ojos.

—¡Puff! ¿Acaso eres Superman? —soltó con sarcasmo—. Yo me voy a quedar atendiendo a mis invitados.

El silencio se hizo denso. Y entonces, la sentencia cayó como un martillo.

—Vete —ordenó su padre, mirando fijamente a Alexandra.

Ella lo observó atónita, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Durante toda su vida, su padre la había complacido, protegido, defendido de las críticas. Pero esa noche… la estaba entregando sin mirar atrás.

—¿Por qué? —preguntó Alexandra, la confusión dibujada en sus ojos azules—. ¿Qué crees que pensarán los invitados si no nos ven salir juntos?

Su padre no titubeó, ni siquiera pestañeó.

—Sophie y yo nos encargaremos de los invitados. Tu esposo debe irse, y tú irás tras de él.

—Pap… —intentó replicar, con esa voz que de niña siempre había bastado para doblegarlo.

Pero esta vez, él la cortó de inmediato.

—Basta.

El silencio en la sala fue tan pesado que Alexandra sintió un nudo en la garganta. Su padre rara vez alzaba la voz, pero esa sola palabra la dejó helada.

—Recuerda —continuó, con un tono más bajo pero tan filoso como un cuchillo—, que ninguno estaría en esta situación si no hubieras estrellado el auto frente a una guardería.

La mandíbula de Alexandra se tensó.

El recuerdo se arremolinó en su mente como un vendaval: el rechinar de las llantas, los gritos, los vidrios esparcidos por el suelo. No había heridos graves, pero el escándalo bastó para llegar a los titulares y manchar el apellido Montclair.

Ella desvió la mirada, incapaz de sostener la de su padre. La vergüenza y la impotencia la quemaban por dentro.

No soportaba que Gabriel escuchara todo, que supiera que aquella boda no era más que el precio de un error que no podía borrar.

Sin más nada que decir, Alexandra salió de la mansión de la mano de su esposo.

El murmullo de los invitados los siguió hasta la puerta como un eco cargado de juicios y susurros venenosos. Afuera, un auto negro los esperaba con el motor encendido.

Gabriel abrió la puerta trasera y, sin darle opción, la ayudó a entrar. Luego se sentó a su lado. El vehículo arrancó, levantando un poco de polvo mientras la mansión Montclair quedaba atrás.

—Necesito ir a mi departamento por ropa y mi documentación —dijo Alexandra, rompiendo el silencio con un tono imperioso.

Gabriel giró apenas el rostro hacia ella, imperturbable.

—No te preocupes por eso, princesita de cristal. Tu padre envió a uno de sus hombres para que todo esté listo para el viaje.

Alexandra lo miró incrédula, con los labios entreabiertos.

—¿Cómo que no me preocupe? ¡Son mis cosas! ¿Acaso también van a decidir por mí qué llevaré y qué no?

—Exactamente —respondió él sin inmutarse, con la serenidad de quien está acostumbrado a dar órdenes y ser obedecido.

Ella bufó, cruzándose de brazos.

—Esto es absurdo. Ni siquiera sé a dónde me llevas.

—A mi trabajo —contestó él, mirando por la ventana como si hablara de algo tan cotidiano como comprar pan.

—¿Y cuál es tu trabajo, Gabriel? —preguntó con un deje burlón, arqueando una ceja—. ¿Acaso eres guardaespaldas de algún político aburrido? ¿O un detective encubierto?

Él la miró, serio, y por primera vez Alexandra percibió un brillo distinto en sus ojos.

—Te lo mostraré cuando lleguemos.

—¡Oh, fantástico! —replicó ella con sarcasmo—. Me casan a la fuerza, me sacan de mi propia boda, me niegan ir a mi departamento y ahora resulta que voy a un destino secreto como si fuera un paquete de mensajería.

Gabriel apoyó un codo en la ventanilla, observándola con calma.

—Eres muy buena quejándote, Montclair. Espero que seas igual de buena adaptándote.

Ella giró bruscamente el rostro hacia él, ofendida.

—No tienes idea de quién soy.

—Oh, créeme —replicó él con voz baja, casi cortante—. Tengo más idea de la que imaginas.

El silencio volvió al auto. Alexandra apretó los labios, enfurecida, mientras el vehículo se internaba en la carretera, alejándola de todo lo que conocía.

El auto que llevaba a Alexandra y a Gabriel se detuvo justamente en la pista de aterrizaje, a unos escasos metros de donde estaba un avión esperándolos.

—¿Ese es el avión privado de mi padre? —pregunta ella al bajarse del auto, la brisa fuerte del lugar agitando su vestido de novia.

—Sí, nos llevará hasta nuestro destino. —responde Gabriel con tranquilidad mientras le toma la mano, intentando guiarla hacia la escalerilla.

—Suéltame, no soy una niña chiquita. —replica Alexandra, con un chispazo de furia en la voz.

—Lo sé, pero podrías escapar. —contesta él sin inmutarse.

Alexandra se detiene en seco y lo mira con los ojos desorbitados.

—¿Escapar? ¿De qué demonios hablas? Yo no pedí nada de esto. —le espeta, su respiración acelerada por el pánico.

Gabriel ladea la cabeza, sus labios curvándose en una sonrisa que más parecía una burla que un gesto amable.

—Oh, princesita de cristal… no eres tan inocente como intentas parecer. —su voz se tiñó de ironía—. Tu padre cree que este matrimonio es la solución más elegante para tapar tus… errores.

—¡No tienes derecho a hablarme así! —Alexandra retrocede un paso, pero él acorta la distancia.

—Tengo todo el derecho, porque desde hoy soy tu esposo. —Gabriel susurra cerca de su oído, lo suficientemente bajo para que solo ella lo escuche—. Y créeme, sabré recordártelo cada vez que intentes desafiarme.

—Eres un arrogante. —murmura Alexandra entre dientes, luchando por no quebrarse.

—Tal vez. —él sonríe con cinismo, apretando su mano con firmeza para obligarla a avanzar—. Pero ser arrogante me mantiene vivo… ¿Puedes decir lo mismo?

Ella se congela, sintiendo un escalofrío que recorre todo su cuerpo.

—¿A qué te refieres con eso? —pregunta con voz temblorosa.

Gabriel solo arquea una ceja y la empuja suavemente hacia las escaleras del avión.

—Lo descubrirás pronto, princesa de cristal.

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