Al día siguiente, cuando todavía intentaba recuperarme del agotamiento emocional que me dejó la entrevista fallida, recibí una llamada que me encendió la sangre de puro coraje.
Era mi hermana. Su voz temblaba, y eso bastó para que mi corazón se encogiera. Apenas habló, sentí cómo todo mi mundo se desplomaba.
Me dijo que había perdido el subsidio de sus medicamentos.
Ese subsidio no era cualquier cosa; era la única razón por la que podíamos costear el tratamiento de su enfermedad.
Conseguirlo me había costado lágrimas, cansancio y dignidad.
Recordé perfectamente ese día en que, desesperada, lloré en la oficina como una niña. Fue la primera y única vez que me derrumbé delante de Azkarion.
Hasta hoy, no sé qué me dolió más: que él me viera rota o que su reacción fuera tan inesperadamente humana.
Recuerdo su rostro confuso, casi irritado de verme llorar. Y luego su mano… tocando mi cabello con una suavidad que jamás pensé que existiera en él. Un gesto extraño, desconcertante, como si inte