Una suave brisa peinó los pastizales de las praderas de Nuante, sacudió las hojas de los árboles, agitó las aguas del río, despeinó los cabellos de Lis y silbó por los pasillos del palacio. Era sólo viento, pero se oía como una risa.
Desz seguía sin oír y deseaba dejar de ver también. En la oscuridad tras sus párpados, el ojo de rojizo atardecer seguía brillando, usurpando al verde esmeralda de Lis.
Su amada Lis, tan firmemente anclada a su corazón, se había desvanecido como un suspiro cuando más felices eran, dejando el vacío que dejaba la falta de aire, de calor.
El incontenible grito de Desz resonó portentoso y cargado de la oscuridad de la muerte y el frío de la agonía. El dolor que embargaba a su cuerpo era el de los primeros días, el que le dio la bienvenida a la vida. Nacer, morir, ya no los distinguía.
—Tu corazón era mi hogar... ¿Dónde viviré ahora? —decía Lis, acurrucada en las puertas de los muros—. Prometiste que nunca me abandonarías, lo prometiste, Desz, era mi deseo..