Decidí actuar. Después de todo, era doctora; no podía simplemente dejarlo allí, tirado en el suelo, vulnerable. Aunque en el fondo sabía que más tarde me arrepentiría de todo aquello.
Miré a Fabián con determinación:
—Lo ayudaré.
Los guardaespaldas me observaron escépticos, evaluando cada palabra y cada gesto. Sus miradas eran interrogantes, como si dijeran: ¿Por qué deberíamos confiar en ella?
—Si soy doctora —insistí, firme—, déjenme ayudarlo. ¿Quieren que muera?
Mis palabras parecieron romper la tensión, y los hombres se apartaron sin decir una palabra. Sabían que salvar al señor Azacel era prioridad absoluta.
—Primero necesito saber qué le ocurre —les dije, intentando mantener la calma.
Se miraron entre ellos, dudando. Finalmente, uno de los guardias habló:
—El señor Azacel padece una enfermedad hereditaria, la heredó de su madre. Hemos consultado con varios médicos, pero todos la consideraron incurable. Solo un doctor de renombre logró salvar la vida de la señora Azacel.
Me quedé