Cuando la puerta se abrió y Liam apareció, sentí cómo el aire abandonaba mis pulmones. Su mirada era una mezcla peligrosa de sorpresa, rabia y algo más… algo que no me atreví a nombrar. Hermant soltó lentamente mi mano y se levantó de inmediato, con la serenidad de quien sabe manejar los silencios.
—No era nada, señor Azacel —dijo con voz firme, pero cortés—. Cecilia y yo ya habíamos terminado de hablar.
Hizo una pausa y sonrió apenas, con una calma que contrastaba con la tensión que flotaba en el ambiente.
—Tiene usted una prometida muy linda. Le pido disculpas por las molestias.
Liam lo miró de arriba abajo, sin disimular su desconfianza. Sus ojos eran fríos, duros, como si intentaran perforar las verdaderas intenciones de Hermant. Yo no podía moverme. Sentía mis piernas débiles, el corazón desbocado y la garganta seca. Cuando Hermant se marchó, su figura desapareciendo tras la puerta, sentí una punzada extraña… como si una parte de mí quisiera seguirlo.
El clic suave de la puer